No quiero ser solo un póster

CAPÍTULO 1 – DOS MARIANAs

Fragmento – Mariana Vázquez

No pensé que se me fuera a hacer tan tarde.

La notificación del grupo de WhatsApp todavía estaba ahí, clavada en la parte alta de la pantalla:

“Avísenme cuando lleguen a sus casas, porfa. No quiero leerlas solo en las noticias 🤍.”

Había mandado ese mensaje en broma el viernes, después de salir del trabajo con las demás. Hoy era lunes, y yo era la única que seguía revisándolo como si fuera algún tipo de amuleto.

Metí el celular en la bolsa de mezclilla y apreté la mochila contra el pecho. La calle olía a humedad, a basura vieja y a gasolina. Los postes estaban medio fundidos, así que había pedazos del camino que se quedaban en sombra un segundo, y luego regresaba la luz naranja, cansada.

—Ya casi —murmuré, más para mí que para alguien más.

Sabía perfectamente que no debía venirme sola. Mi mamá me lo había repetido mil veces, mi hermana también. Pero el turno se había quedado sin una chica y me pidieron que me quedara a cerrar. Necesitamos el dinero, pensé. Siempre necesitamos el dinero.

Doblé por la esquina que daba al terreno baldío. En el día no asustaba tanto; de noche, en cambio, parecía un hoyo negro que se tragaba el sonido de los coches. Aceleré el paso.

El zumbido de una moto me hizo tensar los hombros. Volteé rápido, pero solo vi dos luces pasar de largo, cortando el silencio. El corazón poco a poco fue regresando a su lugar.

Saqué el celular otra vez. Abrí Instagram por costumbre. El primer reel que me apareció era de una morra que hablaba de feminicidios en Guadalajara, de marchas, de justicia. Reconocí su voz antes que su cara:

@MarianaEnLaSombra: “No quiero ser la siguiente foto en un póster.”

La había escuchado tantas veces que casi sentía que la conocía. Esa frase me había perseguido desde que la vi por primera vez. No quiero ser la siguiente foto en un póster.

La pantalla iluminó mis dedos mientras redactaba un mensaje que no sabía si iba a enviar:

“Ojalá pudiera decirte esto en persona: gracias por hablar cuando muchas no podemos.”

Lo borré antes de terminar. Guardé el celular. No era momento para ponerme sentimental.

Cuando levanté la vista, vi que, al final de la calle, había una figura apoyada contra un poste. No alcancé a verle la cara, pero su silueta se recortaba contra la luz de un coche que se alejaba. Sentí un cosquilleo incómodo en el estómago.

Volví a cambiar la mochila de brazo, esta vez pegándomela más al cuerpo. Pensé en regresarme, tomar otra ruta, pero eso implicaba pasar junto al baldío. También me daba miedo.

Seguí avanzando.

La figura se enderezó.

Tranquila, me dije. Seguramente solo está esperando a alguien.

Mis tenis rechinaron sobre el pavimento húmedo. El aire olía a tierra mojada y cigarro. La moto de hace rato ya no se oía. Por un momento, el silencio fue tan espeso que escuché claramente mi propia respiración, acelerada.

Cuando estuve lo suficientemente cerca, la voz sonó, suave, casi cordial:

—¿Ya te vas sola, Mariana?

Me congelé.

No había dicho mi nombre en ninguna parte. No en voz alta.

Sentí cómo el miedo me subía, lento, desde la boca del estómago hasta la garganta.

Quise creer que era alguien del trabajo, de la cuadra, alguien que se había cruzado conmigo otras veces. Alguien “normal”.

Quise creer muchas cosas.

Pero en el fondo, supe que algo estaba mal.

Muy mal.

Mariana Rosales

El día que escuché por primera vez el nombre Mariana Vázquez era martes, y yo estaba más preocupada por el examen parcial de Victimología que por el mundo real.

La clase de ese día era a las siete de la mañana. Mala idea para cualquier materia, pésima idea para una materia en la que se hablaba de trauma, violencia y muerte. A esa hora, muchos de mis compañeros parecían cadáveres funcionales recargados en los pupitres del salón del CUCSH Lagos.

Yo no era la excepción. Llevaba dos noches durmiendo mal, con insomnio de ese que no avisa, que solo aparece y se instala en tu cama como si también pagara renta. Mi mamá decía que era por tanto pensar en “cosas feas”, que debería bajar el ritmo. Yo sabía que no era tan simple.

El licenciado Jiménez ya estaba frente al pizarrón cuando entré al salón, con su café en vaso de unicel y esa cara de “sé que están cansados, pero no me importa”.

—Pásenle, pásenle —dijo, viendo el grupo disperso—. Hoy empezamos con una noticia.

Me senté en la tercera fila, junto a la ventana. Desde ahí se alcanzaba a ver el estacionamiento y un pedazo gris del cielo de Guadalajara. Estaba nublado, pero no de lluvia bonita, sino de contaminación y cansancio.

Saqué mi libreta, el estuche y el celular, que dejé volteado hacia abajo sobre la mesa. El licenciado conectó su laptop al proyector. En la pantalla apareció la página de un periódico local, con el típico formato sensacionalista que tanto detesto: letras grandes, foto borrosa, titular de mal gusto.




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