Dormí, si acaso, dos horas.
No fue sueño profundo, de ese que descansa. Fueron pedazos rotos de imágenes: la calle de Mirador del Sur, la cinta amarilla, el papel con mi frase, la foto de Mariana Vázquez sonriendo con filtro de corazoncitos. A ratos se mezclaba la cara de Andrea, y entonces el estómago se me hacía nudo.
Cuando sonó la alarma a las seis, tuve ese segundo de confusión en el que no sabes si lo que recuerdas fue sueño o realidad. Después abrí los ojos, vi el techo de mi cuarto, las manchas de humedad en una esquina, la ropa colgada en la silla. Y el peso de todo regresó de golpe.
Había sido real.
Me quedé un momento tirada boca arriba, oyendo los sonidos del departamento: el ruido de la licuadora en la cocina, las noticias de la tele a medio volumen, el reguetón lejano de algún vecino que no se despertaba sin música. Guadalajara empezaba otro día como si nada.
Me levanté cuando mi mamá tocó la puerta.
—Mariana, ya se te va a hacer tarde —dijo, con esa voz que intentaba ser suave y acababa sonando tensa—. Te dejé café y un pan.
—Ya voy, má —respondí.
Me vi de reojo en el espejo del buró. Ojeras marcadas, ojos rojos, el cabello recogido en un chongo mal hecho. Parecía más cansada de lo que debería a mis veinticuatro.
Mientras me lavaba la cara, mi mamá entró sin pedir permiso, como siempre.
—Otra vez estuviste hasta tarde en el teléfono, ¿verdad? —dijo, cruzándose de brazos en el marco de la puerta—. Se ve luego luego cuando no duermes bien.
—No fue el teléfono —murmuré, secándome con la toalla—. Bueno, sí. Y no.
—Ay, Mariana —resopló—. Yo sé que te gusta mucho eso que estudias y que andes viendo casos y quién sabe qué, pero tienes que cuidar tu cabeza. No vas a salvar al mundo tú sola.
Sentí un piquetito en el pecho. No porque no tuviera razón en una parte, sino porque justo esa frase era la que más odiaba escuchar.
—No quiero salvar al mundo —dije, un poco más cortante de lo que quería—. Solo… no quiero acostumbrarme.
Mi mamá me miró un segundo, como si estuviera buscando la mejor respuesta en un cajón mental.
—Pues sí, pero tampoco te puedes enfermar por cosas que no son tuyas, mija —dijo al final—. Tú estudia, gradúate, consigue buen trabajo. Haz las cosas bien desde ahí. Lo demás… pues así es el país, ni modo.
“Así es el país.”
Otra frase que quería arrancar de raíz.
No contesté. Si seguíamos, íbamos a terminar peleadas desde las siete de la mañana, y no tenía energía para eso. Me pasé la toalla por la cara una vez más y cambié de tema.
—¿Ya se fue mi hermano? —pregunté.
—Sí, desde hace rato. Y apúrate tú, porque si no vas a agarrar el camión llenísimo —dijo, abriendo más la puerta—. El café está en la mesa. Y come, aunque sea la mitad del pan.
Asentí.
La vi salir hacia la cocina, con su bata de flores y el cabello recogido en una coleta alta. A veces pensaba que ella también estaba cansada de muchas cosas, solo que ya se había resignado. Yo todavía no.
El camión iba, efectivamente, llenísimo.
Logré subirme en la segunda parada, apretada entre una señora con bolsa del tianguis y un chavo con audífonos gigantes que no se quitó la mochila de la espalda. El chofer llevaba la música a un volumen que no dejaba escuchar nada más. A ratos, las llantas del camión tronaban al pasar por un bache, y todos dábamos un pequeño brinco involuntario.
Me agarré del tubo con una mano y del celular con la otra.
Abrí Instagram.
El rostro de Mariana Vázquez me apareció otra vez, compartido ahora por páginas de noticias, por cuentas de “alerta GDL”, por gente enojada, por gente morbosa. Era la misma foto que la tele había usado el día anterior.
Los comentarios se dividían entre “qué coraje, justicia” y “seguro andaba con alguien peligroso, hay que tener cuidado con quién se juntan”. Leí uno que me encendió la sangre:
“Pues también salen bien tarde, se ponen en bandeja, luego se quejan.”
Estuve a nada de contestarle. Mis dedos se movieron solos sobre el teclado:
“El problema no es la hora a la que salimos, es la impunidad de los que matan. Aprende a señalar bien.”
Borré el comentario antes de enviarlo.
No era que no quisiera confrontar a desconocidos. Es que sentí que se me iba la vida explicando lo obvio en redes, mientras en el piso de una calle seguían lavando la sangre de alguien.
Entré a mi cuenta @MarianaEnLaSombra.
Ya tenía varios mensajes nuevos de chicas que me mandaban notas, historias, capturas de pantalla. Algunas solo querían desahogarse. Otras me pedían que compartiera el caso de alguien. Ese día había uno que me hizo tragar saliva:
“¿Ya viste que la chava que mataron ayer te seguía? :’( Siento bien feo, Mariana. ¿Vas a decir algo de ella?”
Vi el nombre de la que lo mandaba. No la conocía en persona. Solo era otra morra que, como yo, no quería acostumbrarse.
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Editado: 08.12.2025