El mensaje me llegó a las 7:13 de la mañana, mientras esperaba el camión con el sol pegándome en la cara.
Era de la prima de Mariana Vázquez.
“Hola. Gracias por escribir. Soy Elisa, prima de Mariana. Perdón si tardo, han sido días horribles. Si de verdad quieres saber quién era, podemos hablar. No sé si sirva de algo, pero nadie nos ha preguntado más que para llenar papeles.”
Leí y releí el texto, con el ruido de los coches de periférico de fondo. Sentí una mezcla rara de nervios y responsabilidad.
Respondí, con los dedos un poco temblorosos:
“Hola, Elisa. Gracias por contestar. Entiendo que no me conozcas y que suene raro. Solo… estoy estudiando Criminología y ayer estuve como observadora en la escena. No me puedo sacar de la cabeza lo que pasó. Si tú quieres, podríamos vernos en algún lugar público, cerca de donde vivían o donde tú te sientas cómoda. No soy policía ni periodista, pero quiero escuchar.”
Juro que mandé el mensaje y, por un segundo, deseé que se arrepintiera. Que dijera “no, olvídalo”. Sería más fácil.
Pero la notificación de respuesta llegó antes de que pudiera retractarme.
“Podemos vernos hoy en la tarde. Hay una tiendita en la esquina de la casa de mi tía, en Mirador. Te mando ubicación. Voy a estar ahí como a las 5. Si no llegas, no pasa nada. Ya estoy acostumbrada a que nos dejen hablando solas.”
Tragué saliva.
Guardé el celular justo cuando el camión se orilló, haciendo ese chillido horrible de frenos maltratados. Subí con cuidado de no resbalar en el escalón.
Iba a ir.
Aunque no sabía muy bien a qué.
Las clases pasaron como si fueran en otro idioma. Tomé apuntes, asentí cuando algún maestro preguntó algo, hasta hice un par de anotaciones decentes sobre perfiles victimológicos. Pero mi cabeza estaba más en la colonia Mirador del Sur que en el CUCSH.
A mediodía, en la cafetería, Iván puso en el grupo un meme sobre criminólogos “que quieren resolver casos desde la licenciatura”. No pude evitar sentirme aludida, aunque no lo dijera por mí específicamente.
Carla soltó varias caritas riéndose. Yo dejé el chat en visto.
No era que me creyera protagonista de serie gringa. Era justo lo contrario: sabía que no tenía placa, ni autorización, ni nada. Y aun así, sentía que si me quedaba solo en el rol de espectadora, me iba a traicionar a mí misma.
Durante la última clase, el licenciado Jiménez habló de “contexto de la víctima”.
—No pueden separar lo que le pasa a una persona de los lugares que recorre, la gente con la que vive, las rutas que toma, los trabajos que aguanta —dijo, escribiendo en el pizarrón—. El crimen no ocurre en el vacío. Ocurre en ciudades llenas de parches, de zonas olvidadas, de focos fundidos, de autoridades que miran para otro lado.
Volteó un segundo hacia mí. No fue una mirada directa, más bien una de esas que rozan la tuya y se van.
Sentí que me estaba dando permiso sin decir la palabra.
Cuando salí de la uni, el cielo ya estaba nublado. Ese gris sucio que a veces cubre Guadalajara hacía parecer que era más tarde de lo que era.
Tomé dos camiones para llegar a Mirador del Sur.
En el primero, el chofer llevaba banda a todo volumen; en el segundo, las bocinas tronaban con reguetón viejo. El aire olía a sudor, fritangas de los puestos, gasolina y algo ligeramente quemado que nunca terminabas de identificar.
Miré por la ventana conforme nos adentrábamos en colonias que no salían en los folletos bonitos de la ciudad: casas pegadas, bardas con anuncios de “SE RENTA” escritos a mano, perros flacos buscando sombra, niños jugando fútbol con una botella de plástico.
Había tienditas en cada esquina, señoras sentadas en sillas de plástico viendo la calle, puestos de tacos con banquitos de colores. A ratos, también lotes baldíos con basura, calles sin pavimentar y postes con el foco colgando.
Lo que nadie quiere ver.
O lo que todos hemos aprendido a ver sin mirar de verdad.
La tiendita donde Elisa me citó estaba justo en una esquina frente a un cruce de calles angostas. Tenía un letrero deslavado de refresco y una cortina metálica levantada a la mitad. En la puerta, una de esas imágenes de San Judas pegada con cinta.
Reconocí a Elisa por su foto de perfil.
Sentada en una de las cubetas volteadas que usaban como banco, con un vaso de agua de jamaica en la mano, el cabello recogido en una coleta apurada y una cara de cansancio que no se consigue en una noche.
Me acerqué despacio.
—¿Elisa? —pregunté.
Ella levantó la vista. Me escaneó rápido, como asegurándose de que yo fuera alguien relativamente inofensiva.
—¿Mariana? —respondió.
Asentí.
—La otra —intenté bromear, sin mucho éxito—. La que todavía está aquí.
Su boca se movió en algo parecido a una sonrisa, pero los ojos no la siguieron.
—Siéntate —dijo, señalando la cubeta de junto—. ¿Quieres algo de tomar? La señora de la tienda me da fiado, no te preocupes.
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Editado: 18.12.2025