No quiero ser solo un póster

CAPÍTULO 4 – REDES, SILENCIOS Y AMENAZAS

Lo primero que hice al despertar no fue apagar la alarma.

Fue revisar los mensajes.

Tenía tres notificaciones en WhatsApp, dos del grupo de la facultad (memes, recordatorio de tarea), una de Elisa:

“Mi tía dice que si quieres venir a la casa un día de estos, puede enseñarte el cuarto de Mariana. Tiene sus cosas como las dejó. Y el cel lo tiene ella, no se ha atrevido a tocarlo. No sé si eso sirva para algo, pero te lo digo.”

Sentí un escalofrío que no tenía que ver con el frío de la mañana.

El celular de Mariana.

Sus chats, sus notas, sus historias a medio escribir. Sus últimas conversaciones, congeladas en burbujas de colores.

Respondí:

“Si tu tía está de acuerdo, sí quiero ir. No para morbo, te lo juro, sino para entenderla mejor. Cuando tú me digas.”

Elisa contestó casi de inmediato, como si también hubiera estado mirando la pantalla desde temprano.

“Hoy no, mi tía anda muy mal. Pero quizá el fin de semana. Te aviso.”

Dejé el teléfono sobre la cama y me quedé unos segundos mirando el techo. Había un punto donde la empatía y la investigación se mezclaban tanto que era difícil saber desde dónde estaba actuando. ¿Estaba queriendo ayudar? ¿O solo intentando calmar mi culpa?

Cuando, por fin, apagué la alarma y me levanté, el insomnio no se había ido. Solo se había escondido en algún rincón del cuarto, esperando la noche.

En el camión, camino a la uni, abrí Instagram.

No el personal, el que casi ni usaba.

Abrí @MarianaEnLaSombra.

Desde lo de Mariana Vázquez, la cuenta había tenido un pico raro de actividad. Más seguidores, más mensajes, más ojos mirando. Y eso nunca era solo bueno.

Hice scroll por los mensajes directos. La lista era larga: chicas mandándome notas de casos, fotos de carteles de desaparecidas, textos de “gracias por hablar de esto”, otros de “ya estoy cansada, siento que cualquier día me toca a mí”.

Entre todo, el ojo se me fue a uno que ya conocía y que, sin embargo, no había procesado bien hasta ahora.

Usuario: @marivazq_20
Fecha: hace cinco meses.

Lo abrí.

“Hola. No sé si leas esto. Solo quería decir que gracias por lo que compartes. Mi prima desapareció hace tres años y nunca hicieron nada. A veces siento que si hablo mucho de eso me van a decir que exagere, así que mejor ya no digo nada. Pero cuando te leo, me dan ganas de no quedarme callada.”

Debajo, otro:

“También me pasa que en mi trabajo siento cosas raras con el jefe, como que no respeta tanto los límites, ¿sabes? Pero luego pienso que soy yo la exagerada. No sé. Perdón por molestarte, solo necesitaba decirlo en voz alta, aunque sea por aquí.”

Había una nota de voz, de veinte segundos.

No la había abierto en su momento. El mensaje estaba marcado como “visto”, pero yo no recordaba haberlo escuchado. Probablemente lo había dejado para “cuando tuviera tiempo” y luego se perdió entre decenas de mensajes similares.

Tragué saliva.

Apreté el play.

La voz que sonó era clara, joven, con ese acento neutral de Guadalajara que yo escuchaba todo el tiempo, pero que nunca había cargado tanto peso como en ese momento.

“Perdón, es que escribir se me hace más difícil. Solo que… sí me da miedo a veces. Mi mamá dice que no exagere, que mientras no pase nada no hay que meterse en problemas. Pero luego veo tus publicaciones y pienso que cualquier día puedo ser una de las que tú subes. Y no quiero eso. No quiero ser un póster, ni una nota en las noticias. No quiero que un día mi foto salga con un listón negro. Bueno, ya, perdón, solo quería sacar esto de mi pecho. Gracias si escuchaste.”

Cuando la nota terminó, el ruido del camión volvió con más fuerza: el claxon, las voces, la música horrible de las bocinas. Me di cuenta de que estaba apretando tanto el teléfono que me dolían los dedos.

Cinco meses.

Cinco meses antes de que la mataran, Mariana había mandado ese audio. A mí. A la cuenta donde yo hablaba de lo mismo que ella temía vivir.

No le contesté.

No porque no me importara, sino porque era demasiado parecida a otros mensajes que recibía cada semana. Porque no tenía respuestas para todas. Porque no me daba la vida.

Y ahora ya no podía responderle nunca.

Sentí una oleada de culpa, caliente, subiéndome a la cara.

Podría decirme mil veces que no era mi responsabilidad, que yo no era la Fiscalía, que no tenía la obligación de cargar con cada historia. Pero los hechos eran sencillos: ella se acercó, me contó que tenía miedo, y yo dejé el mensaje hundirse en el mar de notificaciones.

El camión frenó tan fuerte que casi me voy para adelante. Un señor se quejó, alguien soltó una grosería. Yo guardé el teléfono por un segundo y respiré hondo.

No podía cambiar lo que no había hecho hace cinco meses.




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