No quiero ser solo un póster

CAPÍTULO 7 – TODAS LAS QUE FALTAN

Antes de que empiece lo mío, hubo otra.

No sé su nombre.

Solo sé lo que imaginé después, cuando empecé a leer notas viejas como si fueran piezas de un rompecabezas.

La veo bajándose del camión en una avenida cualquiera de la periferia de Guadalajara, con el uniforme de la tienda todavía puesto, el gafete guardado en la mochila para que no la paren en la salida.

Hace frío. Se abraza a sí misma mientras camina.

Son casi las once y media.

La calle está medio vacía. Un perro ladra en una azotea. Los focos de los postes parpadean. La mayoría de las ventanas están oscuras.

Ella acelera el paso al llegar al baldío de la esquina. El terreno huele a basura y a orines. Hay cervezas tiradas, una chamarra vieja, una llanta. Piensa, como cada noche, que alguien debería cerrar eso. Que es un hueco en medio de la colonia donde cualquiera puede esconderse.

Escucha una moto a lo lejos.

No voltea. No quiere parecer paranoica.

La moto se acerca.

La luz del faro se refleja en un charco.

Ella aprieta la correa de la mochila.

Y ahí, en algún punto entre la avenida y la puerta de su casa, en esos metros que todos dan por sentados, se corta todo.

La nota del periódico la resume en tres renglones.

La estadística la encierra en un número.

Y el sistema la mete en un archivo que dice “homicidio pasional”.

Yo no la conocí.

Pero cuando empecé a buscar, aparecieron muchas como ella.

Y como Mariana.

El sábado amaneció con un sol raro, de esos que calientan pero no quitan el frío de adentro.

Tenía la cita con Elisa y su tía a las cinco.

Pasé el día como en pausa, adelantando tareas a medias, abriendo y cerrando el mismo documento en la computadora sin avanzar más de un párrafo.

Mi mamá me vio dar vueltas por la casa.

—¿Ya te vas a arreglar? —preguntó—. Dijiste que ibas a salir en la tarde.

—Sí —respondí—. Es… algo de la escuela.

No era exactamente mentira, pero tampoco verdad.

—¿Con quién? —insistió.

—Con una chava —dije—. La prima de… —me detuve, no sabía si quería decir “de la muchacha que mataron”—. De una familia que está pasando por algo. Es para un proyecto de Victimología.

Mi mamá frunció el ceño.

—No me gusta cuando dices “una familia que está pasando por algo” —dijo—. Siempre es algo feo.

—Ya sé —contesté—. Pero alguien tiene que escucharlas.

Suspiró.

—Nada más márcame cuando llegues —pidió—. Y si ves algo raro, te regresas. No quiero que por andar ayudando termines siendo tú la noticia.

La frase me apretó el pecho.

La abracé un segundo, casi como disculpa.

—Te marco —prometí.

La casa de la tía de Mariana estaba a dos cuadras de la tiendita.

Ya había estado en la esquina, en la ruta, en el baldío. Esta vez, iba a entrar al centro de ese dolor que hasta ahora solo había visto desde afuera.

Elisa me esperaba en la puerta.

Traía un chongo mal hecho, sudadera grande, los ojos hinchados de no dormir bien. Aun así, cuando me vio, intentó sonreír.

—Pásale —dijo—. Mi tía está… más o menos. Hay días peores.

La casa era pequeña, de esas que huelen a comida, a limpias con cloro y a incienso al mismo tiempo. En la sala había un altar improvisado: foto de Mariana sonriendo, veladoras, flores marchitas, un rosario colgado del marco.

Me quedé mirando la foto.

Era otra imagen, distinta a la que habían usado en la tele. Sin filtro, sin edición. Ojos grandes, sonrisa un poco tímida, una blusa sencilla. Se veía más niña que en los screenshots que yo había visto.

—Mamá —llamó Elisa hacia el interior—. Ya llegó Mariana.

Desde el cuarto del fondo salió una mujer de unos cincuenta y tantos, con el cabello recogido en una trenza, la cara marcada por el llanto. Llevaba un suéter grueso, aunque no hacía tanto frío.

Me miró con una mezcla de curiosidad y cansancio.

—Buenas tardes —dijo.

—Buenas tardes, señora —respondí—. Soy Mariana. Estudio Criminología. Ya habíamos hablado por mensajes con Elisa.

Ella asintió despacio.

—Eres la que escribe en esa página de las muchachas que faltan —dijo—. La que puso cosas de mi niña.

Se me hizo un nudo en la garganta.

—Sí —dije—. Yo… hablé de María… de su hija. No quería hablar solo del caso. Quería hablar de ella.

La señora apretó los labios.

—A veces pienso que ya nada sirve —dijo—. Que aunque hablen, ésta no va a regresar. Pero luego veo que a veces, por hablar, por lo menos no las olvidan tan rápido. Y eso… eso me da tantito consuelo.




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