No quiero ser solo un póster

CAPÍTULO 10 – CONEXIONES

La noche que apagaron la cámara, alguien estaba completamente despierto.

No era Mariana.

No era Ramiro.

No era la señora que esperaba en la ventana a que su hija mandara mensaje de “ya llegué”.

Era un hombre sentado frente a seis monitores, con chaleco de SEGURIDAD INTEGRAL OCCIDENTE y una taza de café frío al lado del teclado.

Miraba pantallas como quien mira una pecera: con aburrimiento.

En una se veía la entrada principal de la plaza.

En otra, el estacionamiento trasero.

En la tercera, la calle lateral que conectaba con el baldío.

Motos, coches, gente caminando, luces de carros, sombras.

La rutina de siempre.

Hasta que sonó el teléfono interno.

—¿Bueno? —contestó.

La voz del otro lado venía firme, sin saludar.

—Apaga la cámara lateral, por favor —dijo—. En el rango de las once a las doce y media. Mantenimiento.

El de los monitores frunció el ceño.

—¿Mantenimiento? —repitió—. A esta hora no hay cuadrilla.

—No preguntes, Velasco —dijo la voz—. Es orden de arriba. Terminal administrativa, cámara lateral, rango 22:49 a 00:31. Déjalo asentado como “falla intermitente”. Yo me encargo del reporte.

Hubo un silencio corto.

El hombre miró la pantalla.

En ese momento, se veía algo que no llamaría la atención de nadie: una chava con chamarra clara caminando por la banqueta, mochila al hombro, el cabello recogido.

Se estaba atando las agujetas.

—¿Hay… problema? —preguntó él, sin saber por qué.

La voz del otro lado no titubeó.

—Te estoy diciendo que no preguntes —repitió—. Tú quieres seguir en nómina, ¿no?

El de los monitores tragó saliva.

Miró el botón en la pantalla: DESACTIVAR / ACTIVAR.

Miró la hora.

22:49.

Miró de nuevo a la chava desenredando la agujeta.

Pensó, por un segundo, en su hija de diecisiete años, que también a veces regresaba tarde del trabajo.

Luego pensó en la renta.

En los tres pagos atrasados.

En la cara de su jefe directo si se negaba.

Clic.

La pantalla de la cámara lateral se puso negra.

En el registro quedó asentado:

“Falla técnica en cámara lateral. Se reporta a mantenimiento.”

Y en algún punto, unos minutos después, la chava de chamarra clara dejó de ser una persona y se convirtió en un número de expediente.

Yo supe ese detalle días después.

Y no por el hombre de los monitores, sino por un archivo PDF mal escaneado.

Diego me lo mandó un lunes a las ocho de la mañana.

“Te va a interesar esto.”

Era una hoja con el encabezado de SEGURIDAD INTEGRAL OCCIDENTE.

Abajo, un cuadro de bitácora:

“USUARIO QUE REALIZA MODIFICACIÓN: JEFATURA OPERACIONES ZONA METROPOLITANA
NOMBRE: ARTURO BECERRA L.
ACCIÓN: DESACTIVACIÓN REMOTA CÁMARA LATERAL 3
FECHA: 12/03, HORA: 22:49
MOTIVO REGISTRADO: FALLA TÉCNICA – REINICIO SISTEMA”

El nombre se me clavó.

Lo leí una vez.

Dos.

Tres.

Arturo Becerra L.

Algo en mi cabeza hizo clic, pero no sabía todavía en dónde.

“¿Quién es?” —tecleé.

Diego respondió enseguida.

“Jefe de Operaciones de la empresa de seguridad que tiene contrato con varias plazas de la zona sur. No es el gerente de la tienda. Es el jefe de los jefes de los guardias. El que habló con ‘gente de arriba’ cuando esto se puso caliente.”

Me senté en la orilla de la cama.

El corazón me latía en los oídos.

“¿O sea que el que apagó la cámara tiene nombre y apellido?”

“Sí. Y su firma en el reporte.”

“¿Y qué dice él?”

“Ahorita nada. Pero lo van a citar. Y te apuesto lo que quieras a que va a decir que fue ‘protocolo técnico’.”

Me quedé mirando el documento.

Arturo Becerra L.

Ese nombre no me era del todo nuevo.

Lo había visto en alguna parte.

No en la carpeta de Mariana. En otro lado. Más atrás.

Abrí la laptop como si hubiera fuego debajo.




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