Hay casos que se cierran con un portazo.
El expediente se archiva, el juez dicta sentencia, los papeles se guardan en un archivero metálico y el mundo sigue.
El de Mariana Vázquez no se cerró así.
Se quedó entreabierto.
Como una puerta que nadie se atreve a empujar del todo, pero tampoco puede fingir que no ve.
Pasaron meses.
Lo medí menos en hojas de calendario y más en cosas pequeñas:
En el expediente, las cosas también se movieron, pero con la lentitud de siempre.
Primero, la reclasificación.
Un viernes, Diego me mandó una foto borrosa de una hoja.
Arriba, un sello.
Abajo, una línea subrayada.
“Se reclasifica el presente hecho como FEMINICIDIO, al acreditarse contexto de violencia de género, vulnerabilidad de la víctima en razón de su condición de mujer y existencia de elementos de control y dominio previos a los hechos.”
Leí la palabra FEMINICIDIO tres veces.
“Ya no es solo ‘homicidio’ ni ‘crimen pasional’”, escribió Diego después.
“Eso cambia el tipo penal, las obligaciones de investigación, los protocolos. No arregla todo, pero es una palabra que hemos tenido que pelear años.”
No me emocioné.
Pero sentí algo como cuando una gripa fuerte empieza a bajar la fiebre: sigues enferma, pero al menos ya no deliras.
Después vino lo de Ramiro.
No como yo quería —saliendo en noticias, esposado, con un letrero de “acosador”—, pero vino.
La Fiscalía abrió una carpeta aparte por hostigamiento sexual y abuso de autoridad en su contra.
No por feminicidio.
Por lo que hicieron los mensajes, las “bromas”, los ofrecimientos de aventón, las represalias laborales.
Al principio, pensé que era poco.
Luego, Paola me lo dijo de forma que sí me entró:
—Es la primera vez que le abren carpeta a un jefe así en esa cadena de tiendas —explicó—. Todas las chavas que habías entrevistado ahora tienen dónde declarar. Hoy es uno. Mañana pueden ser diez. No es justicia completa, pero sí es un precedente.
Un precedente.
Otra palabra de las que no sirven para abrazar a nadie, pero a veces abren puertas que siempre estuvieron cerradas.
Lo de la empresa de seguridad fue distinto.
No hubo detenciones.
Hubo papeles.
Muchos.
La Comisión Estatal de Derechos Humanos emitió una recomendación con título largo: algo sobre “deber reforzado de cuidado hacia mujeres trabajadoras en horarios nocturnos” y “omisión en la vigilancia”.
La parte importante, para mí, estaba en los puntos finales:
“Se recomienda al Gobierno del Estado y a los municipios en donde la empresa SEGURIDAD INTEGRAL OCCIDENTE presta servicios que revisen los contratos vigentes y, en su caso, se tomen medidas para garantizar que la falla de los sistemas de videovigilancia no vuelva a justificar la ausencia de pruebas en hechos de violencia contra mujeres.”
Traducción que me hizo Jiménez en pasillo:
—No van a decir “esta empresa es culpable de feminicidio” —dijo—. Pero sí están diciendo “ojo con estos señores, porque cuando se trata de mujeres, sus cámaras misteriosamente no sirven”. Eso pesa. En juntas, en licitaciones.
Meses después, me enteré por Paola que el contrato de seguridad en la plaza Mirador ya no era de ellos.
—Los cambiaron “por mejoras en el servicio” —me escribió—. Así le llaman cuando quieren quitar a alguien sin admitir que la regó.
Y Becerra…
A Becerra no lo metieron a la cárcel.
Le abrieron un procedimiento administrativo por “irregularidades en el manejo de sistemas de vigilancia”.
Lo suspendieron un tiempo.
Luego, según Diego, volvió, pero reubicado.
—Esos no caen así nomás —me dijo él—. Se mueven, cambian de puesto, se reciclan. Por eso importa dejar su nombre escrito en algo más que un correo.
Supe que, al menos, ya no iba a ir a dar charlas a prepas sobre “cómo no convertirte en víctima”.
Pequeño consuelo.
Pero lo tomé.
¿Y Josué?
El exnovio.
Al que todos quisieron culpar primero.
Lo detuvieron, sí.
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Editado: 18.12.2025