Los días pasaban, pero la herida no se cerraba del todo.
Alejandra seguía con su rutina elegante, su cabello bien peinado, su protector solar como escudo, y sus zapatos impecables golpeando los pasillos con un ritmo lento y cuidadoso. Cada paso era una decisión. Cada mirada evitada, una batalla interna ganada por el orgullo.
Santiago seguía ahí, en los mismos lugares de siempre, con su manera tranquila y su voz que todavía tenía el poder de agitarle el alma. Pero ahora, él parecía más relajado. Tal vez porque pensaba que ella ya no estaba interesada. Tal vez porque su propia cabeza estaba en otra parte. Lo cierto es que a veces la miraba. Y Alejandra lo sentía.
Pero ella no reaccionaba. No podía. No debía.
Un miércoles cualquiera, mientras esperaba que comenzara la segunda clase, se quedó sola un momento en el pasillo. Laura se había quedado en el salón recogiendo sus cosas. Alejandra estaba de pie, mirando por la ventana, cuando alguien se acercó en silencio y se apoyó a su lado.
—Hola, Aleja.
Ella giró con sorpresa. Era David.
—Hola —respondió con una media sonrisa, como si le costara arrancarla de dentro.
—Hoy llegaste más tarde de lo habitual, ¿todo bien?
Ella dudó. No era común que David notara esos detalles.
—Sí, solo ando un poco cansada, nada grave.
Él la miró un momento, como queriendo decir algo más, pero prefirió no hacerlo. En vez de eso, sacó un dulce de su chaqueta y se lo ofreció.
—Toma, por si te ayuda a subir el ánimo.
Alejandra lo recibió con una sonrisa genuina esta vez. Agradecida, no solo por el gesto, sino por la ternura inesperada que venía con él. No era Santiago. No era esa intensidad silenciosa y confusa. Era algo distinto: amable, transparente, sin complicaciones.
Pero su corazón no estaba listo. No todavía.
Laura apareció en ese momento, sonriendo como siempre, y los miró con un brillo curioso en los ojos.
—¡Pero bueno! ¿Acá qué está pasando?
—Nada —dijo David, levantando las manos—. Solo le traje un dulce a Alejandra.
—¿Ah sí? —preguntó Laura, divertida—. ¿Y cuántos dulces necesitas traerle para que te acepte una salida?
David se rió con nervios.
—No sé... Pero puedo empezar a contar desde hoy.
Alejandra bajó la mirada, entre sonrojo y risa. Era la primera vez que sentía alivio desde aquel día en que Santiago le dijo que tenía novia.
Y justo cuando pensó que podía respirar tranquila, escuchó su voz a lo lejos.
—¡Listo el salón, pueden entrar!
Era Santiago. Con esa sonrisa de siempre, con ese tono de profesor relajado que parecía no tener idea de la tormenta que se libraba a unos pasos de él.
Alejandra sintió cómo algo se apretaba dentro de su pecho. Entró sin mirar. Se sentó sin buscarlo. Se prometió que iba a resistir.
Durante la clase, Santiago lanzó algunas bromas, miró a los estudiantes con la misma energía de siempre, y al pasar por el lugar donde estaba Alejandra, dejó caer sin querer su marcador al suelo. Se agachó a recogerlo sin prisa. Al levantarse, sus ojos pasaron por los de ella. Solo un segundo. Un instante mínimo.
Alejandra mantuvo la mirada firme. No desafiante. Solo… presente. Y él la apartó, como siempre.
Pero esta vez, ella no se rompió.
Esa noche, mientras escuchaba “Young Forever” recostada en su cama, pensó en todo lo que estaba empezando a soltar.
Tal vez no porque quisiera, sino porque la vida misma le estaba obligando a hacerlo.
Y escribió en su libreta una frase:
“Me estoy dejando ir de ti, aunque aún no me he soltado.”
Editado: 21.07.2025