No Sabes Todo Lo Que Te Dije En Silencio

Donde incluso respirar duele

Alejandra ya no llegaba temprano. El eco de sus zapatos elegantes se extinguió en los pasillos, como si hubieran sido parte de otra historia, contada por alguien que ya no existe. Se sentaba en el fondo del salón, con la mirada clavada en un punto indeterminado, como si allí, justo en esa mancha del piso, pudiera encontrar alguna respuesta. Pero no la había. Solo vacío.

Desde que Santiago le dijo que tenía novia —con una naturalidad cruel, casi condescendiente—, Alejandra sintió que todo se quebró por dentro. Como si una gran carcajada hubiese estallado en su cara, burlándose de cada una de sus ilusiones. Ya no podía mirarlo. No porque no quisiera… sino porque no soportaba la herida abierta que ardía cada vez que lo veía actuar como si nada hubiera pasado.

Y sí, nada pasó. Solo dentro de ella ocurrió un terremoto. Solo en ella nacieron silencios que parecían promesas. Solo en ella latía un amor imposible.

Ahora vivía en piloto automático: comía poco, hablaba apenas lo necesario, y si sonreía, era con un esfuerzo tan evidente que Laura se lo notaba de inmediato. Su amiga no entendía cómo alguien podía cambiar tanto en tan poco tiempo.

—Aleja, vamos a caminar después de clase, por favor, te va a hacer bien —le dijo un martes, mientras recogían sus cosas.

—No, hoy no. Estoy cansada —respondió Alejandra, con una voz casi inaudible.

Pero Laura sabía que no era cansancio. Era tristeza. Una que se le metía en los huesos, que le robaba las ganas de existir. Ya no escuchaba música, ni hablaba de BTS, ni mencionaba esas frases que antes decía como mantras. Ahora estaba... desconectada. Como si un vidrio la separara del mundo.

Y alguien más lo notó.

David, desde su puesto al otro lado del salón, la observaba cada día con creciente preocupación. Al principio creyó que solo estaba teniendo una mala semana, pero la forma en que su risa desapareció, la forma en que sus ojos no brillaban como antes… le empezó a doler sin saber por qué.

Durante días pensó en hablarle, pero le parecía invasivo. Sin embargo, un miércoles después del receso, decidió romper el hielo:

—¿Todo bien, Aleja?

Ella levantó la vista lentamente, sorprendida.

—Sí… gracias —dijo, con una sonrisa débil.

David asintió y se alejó, pero quedó inquieto. Esa sonrisa no era suya. Era una imitación barata de la verdadera Alejandra. Esa que una vez reía sin miedo, que se sonrojaba al hablar de los profesores, que hablaba de música como si le saliera del alma. Algo se había roto, y aunque no sabía exactamente qué, quería saber por qué.

Ese mismo día, al llegar a casa, David escribió en su diario, una costumbre que muy pocos conocían:

“Alejandra ya no está. No la de antes. Y no sé qué pasó. Tal vez nadie se dio cuenta, pero su luz se apagó lentamente. Es como si caminara con una nube negra encima, y lo peor es que todos siguen como si nada. Me dan ganas de abrazarla… pero no sé si me dejaría.”

Mientras tanto, en otra parte de la ciudad, Alejandra estaba en su habitación. Las cortinas cerradas. El celular en modo avión. Había apagado incluso su luz favorita: esa lámpara que usaba para leer, para sentirse a salvo. Ahora el cuarto era una cueva, y su alma, un abismo.

Lloró. No una, ni dos veces. Lloró hasta quedarse dormida. Y al despertar, aún sentía que no había llorado lo suficiente.

Todo la hería. Escuchar a sus compañeros reír, ver a Santiago pasar frente a ella sin mirarla, recibir mensajes de Laura preguntando si estaba bien… cada gesto, cada palabra, era un recordatorio de su soledad. De lo absurdo que era haber soñado tanto con alguien que jamás la consideró una posibilidad.

Y Santiago… él también la notó.

Desde su lugar como profesor, algo en Alejandra lo inquietaba. Esa forma en que bajaba la cabeza, ese silencio repentino, esa energía apagada. Pero no lo dijo con dulzura. Una tarde, mientras conversaba con un colega, soltó:

—Esa niña, Alejandra… no sé qué le pasa. Anda toda intensa con sus cambios. Primero tan atenta, y ahora ni saluda. Igual, mejor así. Yo no tengo tiempo para dramas de estudiantes que se hacen ideas raras.

Su voz fue dura, casi despectiva. No era rabia, era defensa. Sabía que algo entre ellos había tenido una tensión especial, pero se negaba a darle importancia. Tenía novia. No podía permitirse pensar en Alejandra con otros ojos. No debía.

Aunque, en el fondo, algo de él también dolía. Pero lo escondió bajo una capa de orgullo, indiferencia y justificaciones.

Esa noche, Alejandra escribió en su libreta una frase que lo resumía todo:

“No sé qué es peor: si darme cuenta de que me ilusioné sola, o aceptar que quizás sí hubo algo… pero a él le dio igual.”



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En el texto hay: amor, miradas, emociones

Editado: 21.07.2025

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