Alejandra no esperaba cruzárselo. Ni en ese pasillo ni en ese momento. Pero la vida, caprichosa, decidió romper su silencio justo cuando ella se aferraba a seguir siendo invisible para él.
La conversación comenzó como comienzan los terremotos: con una pequeña vibración en el pecho.
—¿Por qué estás tan rara últimamente? —preguntó Santiago con el ceño fruncido, sin saludar, sin suavidad, solo con una mirada impaciente.
Alejandra parpadeó. Sintió que su garganta se cerraba. No había esperado una confrontación. Mucho menos de él.
—No estoy rara —respondió con un hilo de voz.
—Sí lo estás. Antes me hablabas, sonreías… ahora ni siquiera me miras a los ojos. No entiendo qué hice para que me trates como si fuera un extraño.
Alejandra tragó saliva. Lo miró. Por un segundo, sus ojos se encontraron. Él seguía siendo el mismo. Pero ella ya no era la que lo idealizaba.
—No hiciste nada —dijo al fin—. Solo me di cuenta de cosas.
Santiago rió con una mueca torcida, como si sus palabras le hubieran parecido absurdas.
—¿Te diste cuenta de qué? ¿Que todo era tu imaginación?
Alejandra sintió cómo esa frase se clavaba en el centro del pecho. Su respiración se agitó. Sus manos temblaron levemente. Pero mantuvo el rostro firme.
—Tal vez.
—Mira, no quiero sonar cruel, pero si te ilusionaste con algo, fue tu problema. Yo nunca te di motivos.
Y ahí estaba. La puñalada final. Dicha con frialdad. Como si ella fuera una historia menor, una nota al pie de página en su vida.
Santiago se giró para irse. Pero no contaba con que David estaba detrás. Había escuchado todo. Silencioso, recostado en la pared del fondo. La furia en sus ojos era palpable.
—¿Qué te pasa, Santiago? —dijo David en tono seco—. ¿No crees que te estás pasando?
Santiago se detuvo, sorprendido.
—Esto no tiene nada que ver contigo —respondió.
—Cuando tratas así a alguien que vale más que mil como tú, sí tiene que ver conmigo.
Santiago lo miró con desdén, pero no dijo nada más. Se marchó, como si no le importara. Como si nunca le hubiera importado.
Alejandra seguía en shock. Quiso decir algo, pero David la interrumpió con suavidad.
—No le creas. Tú no te lo imaginaste todo. Él lo sabe. Por eso se pone así.
Ella soltó una risa amarga.
—Eso no cambia nada. Igual se va con otra. Igual me dejó hecha pedazos.
David no respondió. Solo la miró con ojos llenos de una ternura que ella no supo ver antes. No todavía.
Los días siguientes fueron aún más extraños. Laura notó que algo había cambiado, pero esta vez Alejandra no le contó nada. Se lo guardó. El dolor, ahora, no solo era silencio. Era también orgullo herido.
David empezó a buscarla más seguido. Comentaba cosas durante las clases, le guardaba puesto en la cafetería, incluso le recomendó un par de canciones.
—Escucha esta —le dijo un día—. Es de un grupo que me gusta. Tal vez te haga bien.
Alejandra la escuchó esa noche. Era una canción suave, con una letra que hablaba de heridas lentas y tiempo.
“No hay nada peor que no doler cuando debería doler.”
Esa frase le dio en la frente. Porque ella dolía. Mucho. Pero comenzaba a darse cuenta de que no podía quedarse estancada ahí.
Aun así, la herida seguía abierta. La frase de Santiago resonaba en su cabeza cada noche: “Si te ilusionaste, fue tu problema.”
No era solo cruel. Era injusta. Porque Alejandra jamás buscó una ilusión. Solo una mirada sincera. Una verdad compartida. Un mínimo gesto que confirmara que todo lo que había sentido no había sido un juego.
Pero lo que había recibido era un muro. Una indiferencia construida con ladrillos de ego.
Y en medio de todo eso, David.
David que no buscaba protagonismo. Que no pedía nada. Que solo estaba ahí.
Alejandra, por ahora, no podía corresponderle. Pero sí lo notaba. Y en un rincón de su alma, agradecía su existencia.
Editado: 21.07.2025