Últimamente, todo parecía igual. Las mismas paredes grises, los mismos pasos en los pasillos, los mismos rostros hablando de temas que le sabían a polvo. Alejandra caminaba con los audífonos puestos, pero sin música. Solo era una excusa para no tener que responder. Para no hablar. Para no mirar. Para no existir.
Desde que supo que Santiago tenía novia, todo cambió. No afuera, no en la rutina, pero sí adentro. Su mundo interno se convirtió en una casa abandonada: fría, con las ventanas rotas y polvo en las esquinas. Las ilusiones que la habían mantenido en pie —esas pequeñas mariposas que revoloteaban con cada mirada, con cada risa suya, con cada gesto compartido— ahora yacían muertas, aplastadas por el peso de una verdad que no quería aceptar.
Tenía novia.
Dos palabras. Suficientes para quebrarla.
Alejandra dejó de llegar temprano a clase. Evitaba sentarse donde pudiera verlo. Ya no se arreglaba con ese toque de coquetería inocente que antes la animaba. Iba sin brillo, sin color. En la academia, se volvió un fantasma: presente, pero invisible. Sonreía por educación, no por emoción. Respondía, pero no estaba. Miraba, pero sin ver.
Laura lo notaba. Claro que lo notaba.
—¿Quieres salir el viernes? Podemos ir a la feria, ver ropa, o ir por helado —le decía con dulzura, con esos ojos preocupados que empezaban a llenarse de impotencia.
—No tengo ganas —contestaba Alejandra sin levantar la vista.
—Pero te haría bien, aunque sea caminar...
—No me hace bien nada, Lau —susurró un día. Fue lo más honesto que se permitió decir.
Laura no supo qué responder. Solo la miró, tragándose las lágrimas, sintiéndose inútil. Esa noche, lloró sola en su habitación. No por ella, sino por su amiga. Porque verla romperse sin poder hacer nada era un dolor completamente nuevo.
En las clases, Santiago seguía siendo el mismo: bromista, seguro, encantador. Pero Alejandra ya no lo miraba igual. De hecho, apenas lo miraba. Fingía que no lo veía, que no lo escuchaba. Fingía tan bien, que hasta ella quería creerse que lo había olvidado.
Pero él notaba algo.
Empezó a mirarla más, como tratando de entender por qué esa chica risueña ahora se escondía detrás de una expresión ausente. Intentó incluso hacer algún chiste hacia donde ella estaba sentada, como para provocar una reacción, pero no hubo nada. Ni una sonrisa. Ni una mirada. Solo silencio.
Una parte de Santiago sintió una incomodidad extraña, como si algo suyo también se apagara con la ausencia de ella. Pero entonces recordaba a su novia. A su relación estable. A todo lo que no debía confundir. Y se repetía: no es importante... no era nada.
Las noches de Alejandra eran peores. En la madrugada, el insomnio le acariciaba la espalda como un fantasma burlón. Y entonces pensaba. Pensaba demasiado.
"¿En qué momento me convencí de que algo iba a pasar? ¿Por qué sentí que él también me miraba con algo más? ¿Fui una ilusa?"
A veces lloraba en silencio, con el rostro contra la almohada, mordiendo la sábana para no hacer ruido. Se juró que no lo volvería a mirar. Que no lo soñaría más. Que no escribiría más sobre él en sus notas.
Pero al día siguiente, bastaba con verlo pasar por el pasillo para que su pecho se encogiera.
El corazón no entiende de promesas rotas. Ni de orgullo. Ni de lógica.
David la observaba desde hacía días. Al principio, pensó que solo era cansancio. Pero después notó la diferencia: esa sombra en su mirada, la ausencia de energía, el modo en que parecía arrastrarse por los pasillos con un peso invisible. Alejandra ya no era la misma.
Y eso le molestaba. No porque la quisiera ver siempre alegre, sino porque algo dentro de él quería protegerla de esa tristeza que la consumía. No sabía qué había pasado, pero intuía que tenía que ver con Santiago. Y aunque no entendía del todo por qué le dolía a él también, comenzó a prestarle más atención.
No dijo nada aún. Pero la miraba. Cada vez con más intención. Cada vez con más cuidado.
Una tarde, Alejandra se encerró en el baño. Miró su reflejo en el espejo. No se reconoció.
"¿Dónde está la Alejandra que soñaba, que escribía, que se ilusionaba, que creía que la vida tenía magia?"
Una lágrima bajó por su mejilla. Y luego otra. Y otra. Hasta que el llanto fue inevitable.
—Te odio... —murmuró sin saber si se lo decía a Santiago o a sí misma—. Te odio por hacerme sentir esto... por no haberme elegido... por no haber visto lo que yo veía...
Se limpió la cara. Respiró hondo. Y salió como si nada.
Afuera, los pasillos seguían iguales. Pero dentro de ella, algo se estaba desmoronando más rápido que nunca.
Editado: 21.07.2025