No Sabes Todo Lo Que Te Dije En Silencio

Ella dejó de brillar

El mundo seguía girando, implacable, mientras Alejandra sentía que el suyo se deshacía en cámara lenta. Cada paso que daba, cada palabra que escuchaba, cada mirada esquiva que cruzaba con los demás… era como un eco amortiguado, como si ya no estuviera realmente allí. Solo fingía.

La conversación con Santiago se repetía en su mente como un disco rayado. Aquella frase, lanzada sin piedad, se había clavado en ella como un cuchillo invisible:
“No me confundas con alguien que podría sentir algo por ti.”

No había gritos. No había testigos, salvo uno. Pero el impacto fue brutal. Santiago la había destrozado con esa frase cortante, dicha con esa mezcla de seriedad y distancia, como quien busca cortar de raíz una flor que ya estaba marchita.
Lo que él no sabía, lo que nunca sabría, era que Alejandra no solo se había ilusionado: había edificado una pequeña esperanza en medio del caos que vivía. Había hecho de su admiración un refugio, una razón para reír, un secreto que le daba sentido a las mañanas grises.

Y ahora… ¿qué quedaba? Solo ruinas.

Desde aquel día, algo se apagó por completo. Ya no intentaba fingir interés en las conversaciones. Ya no saludaba con ese brillo en los ojos. Ya no escuchaba música de camino a clase. Ya no escribía en su cuaderno frases sueltas sobre lo que sentía. El cuaderno estaba cerrado. Como su corazón.

Laura lo notó primero. La intentó invitar a caminar después de clase, le ofreció ver juntas algún video de BTS, propuso helado o simplemente sentarse en silencio. Pero Alejandra respondía siempre igual, con esa voz apagada:
—No tengo ganas, Lau. En serio, gracias.

Y cuando Laura insistía, Alejandra solo bajaba la cabeza. Sus ojos parecían de otro mundo. Un mundo sin luz.

—No sé cómo ayudarte… —le dijo una vez Laura, conteniendo las lágrimas, mientras miraba impotente cómo su amiga se alejaba por el pasillo, con esa postura vencida que no reconocía.

En clase, Alejandra evitaba a Santiago como podía. Ya no le dedicaba ni una mirada. Se sentaba lejos, no participaba, no reía. Si él hablaba, ella bajaba la cabeza. Si él caminaba por su lado, ella fingía buscar algo en el bolso o escribía cualquier cosa. Él, por su parte, parecía no notarlo. O elegía no hacerlo.

Pero no todos eran indiferentes.

David sí la miraba. Desde su silla, desde su silencio. No como quien juzga, sino como quien empieza a observar algo que se rompe frente a sus ojos.
Él había presenciado aquella conversación en el pasillo, la frase, el tono, y sobre todo la reacción de Alejandra. Vio su cuerpo encogerse, como si algo en su interior se hubiese desmoronado. Vio cómo no dijo nada en defensa propia. Cómo simplemente agachó la mirada y se fue.

Desde entonces, David la seguía con los ojos sin que ella lo supiera. Observaba cómo llegaba temprano y se quedaba sola, cómo evitaba hablar, cómo ya no se reía con Laura, cómo su cuerpo parecía más delgado, más apagado.
Y lo que más le dolía ver… eran sus ojos.
No había rastro de aquella Alejandra que sonreía con timidez, que escuchaba música entre clases, que leía frases escritas con tinta morada en su cuaderno. Esa Alejandra se había ido. Y lo peor era que nadie parecía notarlo… salvo él.

David no sabía qué hacer con eso. No la conocía lo suficiente como para irrumpir en su mundo de golpe. Pero tampoco podía ignorarla. Había algo en ella —su forma de mirar, su silencio, esa manera de sostener el dolor como si fuera una carga sagrada— que lo tocaba profundamente.
Así que empezó a buscarla con los ojos. A cuidarla en la distancia. Si veía que alguien decía algo brusco cerca de ella, intervenía con una broma. Si notaba que no tenía silla, le cedía una sin decir nada. Si estaban en grupo, procuraba que ella no quedara aislada.
Nada era evidente. Todo era sutil. Pero constante.

Alejandra, sin embargo, no veía nada de eso. Estaba atrapada en sí misma. Cada noche era igual: se quitaba los zapatos con desgano, se echaba en la cama sin siquiera cambiarse, miraba al techo durante horas, y luego lloraba sin hacer ruido. No quería preocupar a su familia. No quería contarle a nadie. Quería simplemente desaparecer.
A veces pensaba que si ella se fuera, nadie lo notaría. Tal vez Laura, sí. Tal vez sus papás. Pero en la academia… no.

Y, en el fondo, dolía que Santiago siguiera su vida como si nada.
Como si no hubiera visto nunca su tristeza.
Como si jamás hubiera sentido al menos un poco de cariño por ella.
Como si no le importara haberla destrozado.

Pero Alejandra no decía nada.
Solo existía.
Solo respiraba.
Y apenas.



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En el texto hay: amor, miradas, emociones

Editado: 21.07.2025

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