Últimamente, Alejandra sentía que todo pesaba. El aire, los silencios, los recuerdos… incluso su propio cuerpo. Había días en los que amanecía con la certeza de que no quería levantarse. Que el mundo podía seguir girando sin ella, que nadie lo notaría.
Desde aquella conversación con Santiago, algo se había roto definitivamente. No solo era la frase cruel que él le lanzó, sino la forma en que la miró: como si ella no significara absolutamente nada. Esa indiferencia le caló hasta los huesos. Lo que más le dolía no era que él no la quisiera, sino que pareciera que nunca la había visto realmente. Que todo lo que ella sintió fue un invento de su cabeza y su corazón esperanzado.
Los días pasaban lentos, todos iguales, todos vacíos. Laura, como siempre, intentaba arrancarle sonrisas, pero Alejandra apenas respondía. “Vamos por un café”, le decía. “Salgamos un rato al parque”. Pero Alejandra ponía excusas. “Tengo tarea”, “Me duele la cabeza”, “Tal vez mañana”. Mentiras disfrazadas de desgano, porque en realidad, lo único que quería era encerrarse en su habitación y llorar sin testigos.
Ya ni siquiera iba temprano a clase para sentarse sola en el pasillo, como antes. Ya no escuchaba su serie favorita en su celular, ya no se echaba perfume ni se maquillaba con esmero. Apenas se peinaba. Se sentía invisible, y en el fondo, quería serlo. No soportaba la idea de que Santiago la viera en ese estado, pero aún menos soportaba la idea de tener que fingir frente a él.
Santiago, por su parte, había notado el cambio. No del todo, pero algo era evidente: Alejandra ya no reía como antes, ni lo miraba con la misma intensidad. No sabía si le molestaba o si le aliviaba. No tenía derecho a pensar en ella, y lo sabía. Tenía pareja, y había prometido fidelidad. Pero una parte de él —tal vez la más cobarde— no pudo evitar preguntarse si la había herido demasiado. Pensó en hablarle, pero descartó la idea de inmediato. “No es mi responsabilidad”, se dijo. “Ella se lo buscó”.
“Qué drama, como si yo le hubiera prometido algo”, murmuró una vez, fastidiado, cuando la vio pasar por el pasillo sin siquiera voltear a mirarlo. Había algo en su indiferencia que le incomodaba. Quizás porque, durante un tiempo, ella lo miró como nadie más lo había hecho. Y ahora, ese brillo se había extinguido, como si él ya no valiera la pena.
Y en medio de todo eso, estaba David.
Al principio no comprendía el cambio de Alejandra. La notaba más callada, más distante, y pensó que simplemente estaba cansada. Pero un día la vio en el baño, mirándose al espejo con los ojos enrojecidos, como si hubiera estado llorando durante horas. No dijo nada, solo cruzaron miradas por un segundo… y algo se removió en él.
Desde entonces, comenzó a observarla con más atención. Se sentaba una fila detrás, o cerca de ella cuando podía, pero sin molestar. La cuidaba sin que ella lo supiera. Si notaba que su chaqueta se estaba deslizando de la silla, la acomodaba discretamente. Si ella dejaba caer algo, él lo recogía sin decir palabra.
Una tarde, mientras todos salían del salón, ella se quedó sentada unos segundos más, cabizbaja. David, que había fingido acomodar su bolso más lentamente, se detuvo en la puerta y la miró en silencio. No la conocía tanto como quisiera, pero lo que vio le bastó para entender que estaba rota.
“Hay una tristeza que no necesita palabras”, pensó.
Y Alejandra estaba llena de ella.
No era el momento de acercarse con palabras vacías. Lo sabía. Tampoco pretendía ser el salvador que llegaría a curarla. No. Pero estaba dispuesto a estar allí. A permanecer.
Alejandra, por su parte, no notaba nada de esto. Su mente era un torbellino de pensamientos tristes, reproches y negaciones. “No me enamoré”, se decía. “Solo fue una ilusión”. Pero cada noche, cuando apagaba la luz, lo veía. A Santiago. Su voz, su sonrisa, su forma de fruncir el ceño. Cada parte de él le dolía.
Y dolía aún más porque no podía odiarlo.
Había empezado a escribir en su diario de nuevo. Frases sueltas. Pensamientos oscuros.
“No me reconozco.”
“Siento que camino dentro de una sombra.”
“Quisiera ser como antes, pero ya no sé cómo.”
Ese día, escribió:
“¿Qué tan rota tengo que estar para que alguien lo note?”
Y David, en silencio, ya lo había notado.
Editado: 21.07.2025