Leonardo
Desde muy niño entendí lo que era estar solo.
Por lo general, mis días consistían en estar encerrado en mi habitación durante horas hasta que alguno de los que decían ser mis amigos venga y me anime a salir.
Mi madre murió cuando yo aún tenía siete años, y por más que mi padre siempre haya intentado calmar mi dolor de todas las maneras posibles, jamás volví a ser el mismo.
Él era un hombre de negocios, alguien que recibía llamadas cada cinco minutos, viajaba por el mundo, y claro, de vez en cuando me llevaba con él. Debo admitir que es increíble ser hijo de alguien como mi padre, ya que todo lo que pedí lo tuve.
Con el tiempo ir de viaje con él dejó de importarme, me conocía de memoria los rincones de Europa e ir a otros continentes ya no era lo mismo sin mi madre esperándome en casa.
Por más que lo evitaba, no podía dejar de ser el centro de atención en mi universidad. Sí, tengo diecinueve años y actualmente estudio Negocios internacionales, una profesión sofisticada para alguien a quien no le interesa para nada los temas empresariales, pero aquello era lo que hacía feliz a mi padre y además, estudiar esa carrera era la razón por la que mi padre y yo aún podíamos seguir teniendo un tema de conversación los diez únicos minutos que estábamos juntos en la cena.
Por las tardes, cuando no estaba en mi cuarto, solía ir a la casa de mis amigos, por supuesto, los viernes se convertían en fiestas, no había persona que le diga no a la diversión.
Normalmente no llegaba ebrio a casa, había aprendido a controlarme, y si alguna vez lo hacía, procuraba en lo posible que ni padre ni el personal de servicio de nuestra gran mansión se enterara, en otras palabras, me había convertido en una especie de ebrio astuto.
Si bien es cierto, nunca he sido perfecto, nunca he tenido gente sincera a mi lado, sabía y era consciente de que el hecho de tener mucho dinero era imán para muchos, en especial en la universidad, en donde todos hacen lo que sea para tener a alguien que invite los licores, que los lleve a lugares muy costosos y todo lo que pueda alimentar el ego de un joven de mi edad promedio.
Así era mi vida, despertaba en mi lujosa cama hecha de roble, en mi habitación hecha en su gran mayoría de porcelana muy fina.
Llegaba a la universidad en un auto diferente ya que mi padre, como había mencionado, tenía un imperio gracias a su éxito y su obsesión por tener su propia colección de autos lo confirmaba.
-Buenos días joven, Collins- dijo Amanda, la cocinera desde hace muchos años.
Hoy era jueves y mi celular no dejaba de recibir mensajes. Al parecer todos querían saber cuánto dinero iba a aportar para la fiesta de mañana, pero eso a mí no me preocupaba, ya tenía decidido no ir esta vez.
Mi padre me había pedido desde hace varias semanas que lo acompañara a una reunión muy importante, y por más que al principio me haya negado, no podía perder la oportunidad de pasar tiempo a su lado. No lo demostraba pero estar con mi padre, de alguna manera, hacía que el vacío que mi madre dejó se esfumara en un diez por ciento. Pues claro, no había nada ni nadie en este mundo que reemplace su ausencia.
-Buenos días, Amanda ¿Qué tienes preparado para hoy?
-Su favorito, joven, un mocca de chocolate y canela encima más una tortilla americana con jamón ahumado a un lado.
Me tomé mi tiempo para disfrutar del desayuno exquisito que tenía frente a mí, Amanda era la mejor cocinera del mundo y yo era fanático de sus desayunos.
Cuando por fin terminé, me subí al carro y conduje media hora a la universidad. Al llegar, mi grupo de amigos se encontraba sentado dialogando sobre lo que sería la fiesta de mañana.
-¿Por qué no respondiste ninguno de mis mensajes?- dijo Esteban.
-Tenía cosas que hacer.- detestaba cuando empezaban con los interrogatorios, no era mi obligación estar con ellos todo el santo día.
Caminamos por todo el campus hacia la aburrida clase de Estadística, eran nuestras últimas semanas y por fin tendríamos unos meses de vacaciones.
Todos tenían planeado viajar e ir de fiestas cada fin de semana; sin embargo, yo ya sabía lo que haría. Con mi padre acordamos en viajar a Colombia y pasarnos todo un mes disfrutando de la buena vida.
-Necesito saber cuántos ceros después del uno pondrás en tu cheque semanal.
Solo me limité a sonreír e irme sin decir palabra alguna, sabía que entendían mi silencio perfectamente y no había necesidad de decirles que no tenía ganas de estar con ellos hasta nuevo aviso.
Mis clases eran todas monótonas, no podía dejar de contar los días para salir de aquel infierno en el que me metí.
Lo único que conseguía estando sentando aquí era darle felicidad a mi padre, de alguna manera él siempre estaba recompensando mi esfuerzo, pero no era lo que yo quería, por más que intento acoplarme a este ritmo no lo logro, no me imagino pasándome la vida llevando un terno costoso con una maleta llena de papeles en la mano, no nací para ser una persona de negocios, todo el esfuerzo que estoy haciendo es en vano, jamás seré feliz, no importa cuánto me esfuerce.