9.
Elba se subió un poco el vestido para subir a su Rover Range todoterreno. Llevaba un vestido blanco, tipo ibicenco, con transparencias, sujetador y braguitas del mismo color, porque así lo evidenciaba el translúcido, botines del mismo color y seductoras medias de seda.
Se dirigía a casa de Amy, muy cerca del estadio del Glasgow Rangers, en Dargarvel Avenue, una zona de casitas unifamiliares típicamente británicas.
En pocos minutos aparcó delante de su casa y tocó el claxon, lo que provocó que algunos vecinos se asomaran por la ventana para vislumbrar si aquello iba dirigido a ellos o simplemente por pura curiosidad.
Amy estaba realmente formidable, un vestido corto y ceñido definía bien su esbelta silueta. Se evidenciaba claramente que llevaba solo un pequeño tanga y prescindía de sujetador alguno. También llevaba unos botines de tacón de aguja y el pelo como lo llevaba siempre, corto y rubio natural, piel blanquísima y ojos azules diáfanos. Realmente era una mujer bella a sus 50 años.
Se dieron un par de besos y un abrazo.
—¿Cómo estás, Amy?
—Mejor, mucho mejor, más animada, gracias por tu invitación.
Elba la miró y sonrió, dándole unas palmaditas en la rodilla.
—Y aquellas dos, ¿cómo terminaron la noche? —preguntó Amy.
—No me hables. Exactamente no sé lo que se hicieron entre ellas, pero se pasaron un par de horas entre gemidos y sollozos de placer, y yo en la habitación de al lado, borracha y depresiva. Me despertaron que eran casi las 8:00 de la mañana, con un rostro demacrado, que se iban a casa… ¡con sus esposos e hijos respectivos! Ni sabía que estaban casadas ni la explicación que debían dar con aquellas caras. Imagino que debieron responder a muchas preguntas.
—Sí, lo imagino. No desearía estar en su piel en estos instantes, horas antes… tal vez —se dejó insinuar Elba.
Amy la miró con expresión interrogativa pero sin decir nada aunque, y de reojo, le pareció verle algo así como una leve sonrisa en su rostro.
—No me acostumbraré nunca a eso de conducir por la izquierda, a pesar de que ya llevo más de un año aquí, pero ¿por qué no conducís por el otro lado como todo el mundo? —dijo Elba, medio en broma medio en serio.
—Sí, imagino que a mí me ocurriría lo mismo. ¿Quieres que ponga música?
—Vale, pero que no sea lenta. Mira en la guantera, algo hay.
—No hace falta, me he traído unos pocos CD´s. ¿Va bien George Michael?
—Claro, perfecto.
Estuvieron todo el corto trayecto de Glasgow hasta Edimburgo cantando o tatareando las letras del icono de gays y lesbianas del mundo musical. Cuando ya se dibujaban los magníficos edificios de la capital de Escocia, Amy apagó el CD.
—Paramos a comer algo, ¿te parece? —preguntó Elba.
—Perfecto, invito yo, vamos a The Witchery, al pie del castillo.
—¿Te has vuelto loca? Es el más caro de la ciudad. Además, habrá que hacer reserva previa.
—La dueña del local estuvo conmigo en el colegio internado. Tenemos muchas historias en común. Siempre hay una mesa en The Witchery para mí, te lo aseguro.
Elba no le quiso preguntar qué historias en común podían tener ambas mujeres, pero lo intuyó sin temor a equivocarse.
Aparcaron el Rover en un parking subterráneo y subieron por aquella empinada calle, la Royal Mille.
Majestuoso, esa era la palabra que podía definir a la perfección aquel lugar.
El lujo se desbordaba por todos los rincones. Espacios acogedores para la intimidad de las parejas y espacios enormes para banquetes de algún tipo de celebraciones, todo de madera de roble, y en la parte que daba a la calle unos enormes ventanales de cristal.
Amy preguntó por Christinne.
—No creo que pueda atenderla, señora, está realmente ocupada —le dijo una camarera con cierta altivez.
—Bien, usted solo dígale que Amy, su compañera de cuarto en el internado, está preguntando por ella, a ver cómo reacciona. Solo eso. O, si prefiere, la llamo yo a su móvil y le digo que estoy aquí hablando con usted.
De manera malhumorada, se dio la vuelta, presumiblemente en busca de Christinne.
No transcurrió ni un minuto. Elba entendió a la perfección el porqué de aquel nombre en el restaurante. Supuso que era la tal Christinne aquella que se abrazaba a Amy, alta, debía de pasar del 1´90, extremadamente delgada, huesuda sería mejor definición, pelo largo canoso, y vestida absolutamente de negro, la viva imagen de una bruja tal y cómo las narran en los cuentos.
—Esta es mi amiga y compañera de oficina, Elba —le presentó a Christinne.
Tras los consabidos besos y demás diplomacias y cortesías, las llevó hasta una mesa para dos, y que la disculparan pero que tenía muchísimo trabajo, pues en breve debía de llegar alguien de la monarquía a comer allí.
¿La comida? Como es habitual en los restaurantes de gran lujo, mucha presentación pero poco llenar el estómago, platos diminutos de marisco, atún y salmón, postres de helado de gamba.
120 Libras.
Amy le dijo a la camarera que les sirvió, mucho más atenta que la primera, que las despidiera de la dueña del local, que debían irse con prisa, y para que tuviese memoria le alargó un billete de 5 libras.
Cogieron el coche de nuevo y se desplazaron hasta el barrio marítimo de Edimburgo, lo que hace años fue el municipio independiente de Leith, ahora parte de la ciudad.
Estaban ambas hambrientas, no habían almorzado y aquello que hicieron no era ni mucho menos comer,
—120 Libras y estoy muerta de hambre —dijo riéndose Amy.
—Ahora invito yo, vamos a por un par de raciones de fish and chips.
Se lo comieron con auténtica devoción y esta vez sí les llenó el estómago, por 6 módicas libras.
A todo eso, eran las cinco de la tarde y entraron a tomar una copa en el Noble Café Bar, toda una institución del ambiente tarde noche de aquella zona marítima.