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Ángel
—Fuiste una mentirosa, Adela. Me mentiste mirándome a los ojos. Sonreíste para mí, fingiendo que todo estaba bien, cuando en realidad todo estaba mal. Sabías que te irías para siempre, que nos dejarías solos a esa niña y a mí —murmuro, con mi mirada anclada en la fotografía de la mujer que me dejó sangrando el corazón.
Me empino la botella de licor con la que siento que me estoy ahogando más. El líquido amargo quema mi garganta, al tiempo que mi mirada vuelve a enfocarse en la fachada del gran hospital donde permanece mi hija hace ya más de dos semanas. Nació prematura, la tienen bajo cuidado médico hasta que todos sus órganos estén listos para enfrentarse al mundo. Ella está luchando por sobrevivir, mientras su padre está aquí, como imbécil, deseando con todo mi ser que la tierra se abra y me trague, por haber perdido a su madre y por no tener el valor para conocerla. Está pequeñita, indefensa y quien más tiene que amarla y cuidarla, es un cobarde que no sabe qué hacer para arrancarse este dolor del pecho…
Vuelvo a atragantarme con otro sorbo de whisky que me deja mareado. Mis párpados pesan, mi estómago arde, y sin saber más de mí, cierro los ojos y me voy perdiendo de borracho en el único momento donde el corazón me duele menos.
—Ángel, ¡abre!
La voz que pronuncia mi nombre y el golpe en la ventana de mi coche, me hace abrir los ojos lentamente. El sol me da directo en la cara, mi piel está irritada y estoy hecho un desastre.
—¡Otra vez te quedaste dormido toda la noche aquí! ¡No puedes seguir así! ¡Tu hija te necesita y tú necesitas de ella! —Empieza mi suegra con su sermón matutino.
No le abro la puerta y trato de ignorar sus palabras.
—No te dañes más, Ángel. Todas las noches te estacionas aquí, a sufrir mientras te emborrachas como un loco. Pero también sé que vienes hasta este lugar por cuidar a tu hija. Sabes que esa criaturita que está allá dentro te espera —me dice la señora.
Su voz se oye lejana, pero puedo entenderla. No la miro, sigo fingiendo que no existe y sin decirle una sola palabra, empuño el volante, enciendo el auto y arranco.
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Sara
—Oye, sí que eres una pequeña glotona. Mira como tienes esa pancita tan llenita y aún no quieres soltarme —le hablo con mimos a la ternurita que tengo contra mi pecho.
Su boquita poco a poco se va despegando de mi pezón cuando escucha mi voz. De inmediato, esos dos pequeños luceros color cielo que adornan su carita se enfocan en mí.
La miro casi sin parpadear, sintiéndome inquieta porque no sé qué voy a hacer después de esta tarde. Llevamos más de dos semanas conociéndonos, compartiendo estos momentos. Ella se alimenta de mí, se duerme en mi regazo y yo… Yo la siento tan mía, tan parte de mi ser, que mi corazón se resiente cada vez que mi mente le recuerda que está llegando el momento de decirnos adiós.
—Permíteme seguir viniendo al hospital mientras ella esté aquí. Aún me necesita. Si aún no le dan de alta, significa que no está del todo bien y me necesita. Se lo ruego, señora Sonia, siga siendo mi cómplice en esto hasta que la vida nos permita. ¿Sí? —Le pido a la enfermera que me mira inquieta.
—Lo prometió, señora Sara. Me dijo que sabría manejar esto cuando llegara el momento. Hoy usted sale del hospital y tiene que seguir su camino —Me recuerda mi promesa.
—Es por la bebé, le juro que es por ella. Cuando a ella la dejen salir, seguiré adelante. Pero por ahora, quiero volver cada día para verla y alimentarla. Se lo suplico, permítame hacerlo —insisto, sintiendo la respiración pausada de la nena que se durmió en mis brazos.
—Solo unos días más, señora Sara. A la bebé también pronto la dejarán ir a su casa. Así que solo serán pocos días los que podrá verla. —Me advierte.
Asiento, tratando de ignorar el latigazo que somete a mi corazón cuando escucho sus palabras. Pocos días, eso es lo único que me queda con el pequeño ser que me devolvió las ganas de seguir respirando.
—¡Viene! ¡Viene la abuela de la niña! —Llega agitada otra enfermera. Nos avisa que quien no puede verme aquí con su nieta, está por llegar, por lo que rápidamente le entrego la bebé a la señora Sonia. Ella me la recibe y se pone nerviosa cuando una mujer mayor y elegante se abre paso en la sala de neonatos.
Saluda con amabilidad y, por alguna razón, me mira extraño, como si me conociera. La señora Sonia me ruega con la mirada que me vaya; eso me alerta y, con disimulo, le doy una última mirada de reojo a la criatura de la que me cuesta tanto despedirme. Mis pies parecen anclarse al piso, pero me obligo a caminar, sintiendo una presión en mi pecho por tener que dejarla, porque siento como si en verdad fuera mía. Con el cuerpo temblando, contra mi voluntad, camino a la salida y salgo del lugar con los ojos llorosos.
Mi madre me espera afuera y me recibe con un abrazo que sabe, necesito con urgencia.
—No quiero dejarla, mami. Ella me necesita mucho y no quiero dejarla aquí solita —le confieso a mi madre entre lágrimas, aferrándome a sus brazos como una niña pequeña que se siente muy perdida, por sentir que dejo en este hospital una parte enorme de mi corazón…