Nostalgia de un Ángel

4. Hoy conocí a tu papi, pequeña

• ────── ✾ ────── •

Sara

—Sari, ¿para dónde vas? —me pregunta mi madre, cuando ve que voy caminando afanada hacia la puerta de salida.

Andreína, mi hermanita menor, me mira inquieta porque ella sabe para dónde voy y en el fondo teme que cometa una locura. Le he hablado tanto de esa niña que aún sigo visitándo sin falta cada día. Tengo una semana completa desde que salí del hospital y no he faltado mi promesa de ir a nuestra cita hasta que la vida nos haga seguir por caminos diferentes…

—Voy al hospital, mamá. Hablamos después, que se me hace tarde. —Respondo, dándole un beso en la frente como despedida, pero ella me atrapa por el brazo para detenerme. Sus ojos me escanean preocupados.

—Dime que no me has mentido. Todos estos días he salido de casa temprano para mi trabajo y te he dejado, según yo, descansando. No te has quedado quieta, Sari. Sigues con tu idea con esa bebé, ¿cierto? —Me cuestiona, con tintes de auténtica preocupación maternal.

—No es lo que crees, mamá. Sí, he ido al hospital a estar con la bebé, pero no voy a hacer nada malo. No seré una secuestradora. Y no te mentí, solo guardé silencio para no preocuparte. No te preocupes que no estoy pensando en robármela. Esa solo fue una idea fugaz que pasó por mi cabeza, pero sé que no es posible, así que tranquila. Ahora me voy, ya es tarde. Nos vemos luego —hablo calmada, dejo otro beso en su frente y abro la puerta.

—¡Jovencita, ven aquí, que no he terminado! Estás enredando tu corazón demasiado con esa nena y sabés que eso será doloroso para ti, porque… —sigue con su sermón cargado de preocupación.

Salgo afanada de casa, no espero que termine porque es capaz y me amarra en una silla para impedirme salir. Me da cosa dejarla con la palabra en la boca, pero alguien muy pequeñito y especial me espera y no puedo fallarle. Subo a mi auto, enciendo el motor, pero antes de partir, la puerta se abre de par en par y Andreína sale de casa, llamándome a todo pulmón y corriendo en mi dirección, como si el mundo estuviera por estallar y ella tuviera la misión de protegerme.

—Oye, cálmate, que te va a dar algo. ¿Por qué gritas así? —pregunto, cuando golpea la ventanilla del coche para que le abra.

—No te metas en problemas, hermanita. Por favor. —Me pide, como si pudiera leer mis pensamientos y supiera que mi cerebro está buscando algo que no encuentra.

—Estoy bien, nena. No me traten como si hubiera perdido la razón, porque no es así. Tengo los pies bien puestos sobre la tierra. Lo juro. —La tranquilizo.

—Eso espero, Sari. Por favor, regresa a casa con el corazón completo, ¿sí? —Me insiste.

—Sí. Ahora, déjame ir, que tengo mucho afán —me despido, con una media sonrisa para tranquilizarla. Sin más demoras, arranco el auto con rumbo fijo a la cita más especial de mis días.

Tengo el tiempo en mi contra, cada tictac de las manecillas del reloj, me acelera más el pecho, porque a la bebé están por darle de alta. La enviarán pronto a su casita y eso me alegra porque quiere decir que ya está fuerte y lista para enfrentarse a la vida. Pero… al mismo tiempo me acongoja el corazón porque no quiero dejar de verla.

Más de media hora después estoy estacionando el auto frente al hospital. Me bajo afanada, entro a toda prisa y subo el elevador que me lleva al piso indicado. El aparato metálico frena, abre sus puertas, salgo al pasillo, camino rápido, entro al baño, lavo mis manos y me coloco la bata de hospital para estar lista para hacer mi visita. Sigo mi camino hacia el sitio donde tengo tanta urgencia de llegar. Pero…

Justo cuando estoy por cumplir mi meta, me tropiezo de cara con un hombre alto. Sus músculos hacen que mi cuerpo rebote un poco hacia atrás. Veo en cámara lenta como el conejo que traía en sus manos cae al piso, él levanta su mirada, me observa con la mandíbula apretada y sus ojos cargados de enojo.

—Lo siento. Yo… —Intento disculparme, sin poder dejar de detallar ese hermoso rostro varonil, que luce un poco desaliñado. Sus iris color cielo tienen tanta tristeza que siento que me estremecen el alma.

Él no me dice nada, solo me mira con dureza, por unos segundos más, antes de seguir su camino.

—¡Señor, su conejo! —le grito, cuando reacciono y veo el muñeco de tela en el piso.

No me escucha o se hace el sordo, porque simplemente se larga, dejándome con una sensación extraña en mi pecho por haber visto esa mirada completamente apagada.

—No lo conoces y no es tu asunto, Sara. —hablo sola, agarrando el conejo. Es de color rosa y tiene un corazón fucsia en una de sus largas orejas.

Continuo los pocos pasos que me faltan hasta llegar a la sala de neonatos, atravieso la puerta y Sonia me mira con sus ojos llorosos, como si estuviera conmovida por algo.

—¿Qué sucede? ¿Le pasa algo a la bebé? —Me alarmo y camino rápido hacia la incubadora donde permanece la criaturita que significa tanto para mí.

—Tranquila, señora Sara, ella está bien. Es solo que… —Empieza a contarme, pero hace una pausa pronunciada, soltando un leve suspiro. —Su papá hoy por fin vino a verla. Pero… no pudo pasar de la puerta, quedó paralizado viendo desde lejos la incubadora y después dio la vuelta y se fue. No pudo ver a su hija. No puede hacerlo… —Me cuenta conmovida.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.