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Ángel
—Hoy dan de alta a la bebé. ¿Vas al hospital por ella? —Me pregunta mi suegra, quien viene bajando las escaleras.
Estoy en la sala de estar revisando el correo en mi celular, notando que tengo mil cosas atrasadas en la oficina.
De reojo veo como la señora avanza hacia la cocina, pero detiene el paso esperando una respuesta de mi parte.
Yo… no digo nada. Prefiero guardar silencio con ella, porque en el fondo la respeto y no quiero que mi rabia caiga sobre la abuela de mi hija.
—Yo iré por ella a las dos de la tarde, por si te animas a ir también. Por cierto, te quedó muy lindo su cuarto, estoy segura de que tu bebé se sentirá muy segura en él —comenta, siguiendo su camino y se pierde de mi campo de visión cuando entra a la cocina.
Me pregunto si en verdad mi hija se sentirá segura en esta casa, sin una madre que la ame y le dé su calor, y con un padre que parece un cadáver viviente. Empuño las manos cuando la respuesta a mi duda queda sin procesar en mi cerebro.
Subo las escaleras, entro a mi alcoba, me apresuro al baño, me deshago de la playera y de la sudadera que traía puesta y entro a la ducha.
—Es tu bebé, Ángel. Ella no tiene culpa de nada —hablo solo, dejando que el agua tibia me empape y mi corazón capte mis palabras —. Es tu nena y debes amarla y cuidarla —Me confronto, sintiendo que los ojos me arden, cuando mi mente trae el recuerdo de la madre de hija con su enorme barriga, sonriendo feliz. Recordar esa sonrisa me duele porque era fingida. Ella sabía que mientras su vientre daba vida, su corazón le anunciaba su muerte…
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Sara
Me tiemblan las manos mientras sujeto el volante de mi coche, al tiempo que mis ojos se mantienen fijos en las puertas del gran hospital por las que están por salir la bebé y su abuela. Son las dos y cinco de la tarde, y, aquí, estoy como una ladrona que no acepta negativa y está dispuesta a robarse dos corazones.
¿Soy mala persona por pretender adueñarme de dos amores que quedaron sin dueña? No lo sé, tal vez sí, soy un poco egoísta, y muy terca por no querer separarme de esa nena que me llena mi alma de tanta luz.
Pasan más de diez minutos, y sigo a metros de distancia, donde no pueda ser notada. Un coche negro se estaciona muy cerca de donde estoy, como si también viniera a esconderse. Bajan una de las ventanas y… y mi corazón salta del susto cuando veo quién está dentro. Es… Es el padre de mi niña.
—¡Oh, Dios mío! ¡Qué no me vea! ¡Que no note que estoy aquí como una delincuente que quiere robarse a su hija! —hablo inquieta, con el pecho agitado por los nervios que me da ser descubierta.
Me apresuro a subir las ventanillas, mientras que… con los nervios disparados a mil, intercalo mis ojos entre la señora que viene saliendo con la bebé en sus brazos, y el hombre que las mira desde lejos. Se nota incluso más ansioso que yo. Por un momento toma el impulso de bajarse del coche, abre la puerta, pero, se queda congelado, vuelve a entrar, cierra la puerta y con frustración le da manotazos al volante.
La abuela de la bebé llega con ella hasta el auto que la espera en la entrada del hospital. El chofer le abre la puerta de los puestos traseros, entran con cuidado, el conductor toma su lugar y cuando veo que el vehículo se va a poner en marcha, mis nervios se incrementan.
—¡Anda, muévete! ¡Arranca, por favor! —pido, esperando que llegue mi mensaje, aunque sea por telepatía, al sujeto que parece estar flotando en sus pensamientos, viendo a su hija partir.
Me desespero cuando noto que las ruedas del auto que lleva a la nena empiezan a moverse, por lo que obligo a su padre a aterrizar, tocando el claxon afanada, varias veces. Sus ojos buscan mi dirección; por fortuna, no puede verme por los vidrios oscuros. Logro mi cometido porque, por fin, arranca su camino y yo el mío.
Él va detrás de su bebé y yo… lo sigo a él con cautela para que no note que una loca maniática lo persigue…
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Ángel
Mi mirada se mantiene anclada en la salida del hospital, tratando de centrarme en la idea en que puedo hacerlo. Puedo ser el padre que mi bebé necesita. Puedo serlo…
Mi corazón late muy fuerte cuando veo a mi suegra salir con la nena en sus brazos. Suelto un suspiro, y tomo el impulso de salir del coche, abro la puerta, pero… El cobarde que ahora vive en mí, me domina y me detiene.
Mi respiración se corta un poco y ardo de frustración, dándole un golpe al volante. Un golpe que en realidad quisiera darme a mí mismo en la cara para ver si así dejo de ser tan imbécil.
Me quedo ahí, con mis dedos presionando el timón; mis nudillos se tornan blancos de la fuerza que estoy ejerciendo, sin que mis ojos dejen de seguir el auto que lleva a mi niña que ya se empieza a poner en movimiento. Estoy ido, sin poder moverme, hasta que…
Salto del susto, cuando un auto a quien le estoy obstaculizando el paso empieza a pitarme con desespero. Miro el vehículo por un segundo, para ver si veo al dueño con la intensión de tirarle un madrazo. No veo a nadie, por lo que me guardo las ganas de insultarlo, y me obligo a empezar a manejar.