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Sara
El recorrido del hospital hasta la casa de la bebé termina. Las enormes rejas blancas se cierran frente a mí con un chirrido que parece partirme el alma.
Los dos autos desaparecen tras el camino de piedra, tragado por los árboles que rodeaban la casa.
A metros de distancia, escondida por no tener derecho a más, me quedo inmóvil, con las manos apretadas sobre el pecho, viendo cómo el último destello de las luces traseras se extinguen. Y con ellas, veo cortarse el único hilo que me une a ella.
—Mi niña, aunque no tengas mi sangre, mi corazón te siente mía. Y no estoy loca, solo te amo porque es imposible no hacerlo —susurro, dejando caer algunas lágrimas.
Una punzada de ansiedad me sube por la garganta, por no saber qué hacer, ni a dónde ir, porque por alguna razón siento que es aquí donde pertenezco ahora.
Bajo la cabeza, tratando inútilmente de tragarme mi llanto, mientras intento procesar todo esto que me está pasando. Me quedo aquí, frente a esas rejas altas, llorando, sintiendo que casi ya no tengo lágrimas, sintiendo que el aire me falta.
La calle está vacía. El viento huele a humedad y a la despedida que no acepto.
—No puede terminar así… —hablo bajito, mirando el portón cerrado.
—Sari, ¿dónde estás? Ve a casa. Mamá, te hizo una avena con leche deliciosa, de esas que tanto te gustan. Te la dejé en la estufa. Ya me voy a trabajar, así que pórtate bien y no hagas locuras. — Leo el mensaje que me envía justo en este instante, la mujer que me dio la vida, y mis labios tiemblan soltando un sollozo.
—Gracias, mami. —respondo, dando una última mirada a la casa que refugia a la personita que tanto extraño.
Doy la vuelta sin fuerzas y empiezo a alejarme sin querer hacerlo. Porque esa casa, ese lugar desconocido, guarda lo único que me queda de fe.
—Tengo que encontrar la manera de volver a verla. —Con ese pensamiento conduzco, sintiendo el camino eterno.
Por fin llego a casa, mamá ya se fue. Andreína aún no llega de la universidad, y… con un nudo enorme en la garganta voy a la cocina, me sirvo la avena y empiezo a comer aunque no tenga hambre, porque es un lindo gesto de mi madre porque sabe que estoy triste. Me como hasta la última gota, dibujando una sonrisa de agradecimiento hacia mamá, que se conjuga con mis lágrimas.
Subo a mi alcoba, me doy una ducha, me pongo mi pijama y me tiro a la cama, a pensar, a llorar, a abrazarme, y a imaginar que mañana quizá la vida no me golpee tan fuerte.
Intento cerrar los ojos buscando el sueño, pero no pasa, no puedo dormir porque el eco de su llanto me sigue aquí tan dentro de mí, como si la escuchara en cada silencio… Mi pecho me lo dice, ella me necesita…
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Ángel
Salgo de mi habitación cuando escucho el llanto atravesar las paredes. Es un sonido débil y sentimental… capaz de desgarrar cualquier corazón.
Camino por el pasillo, cierro los ojos y aprieto los puños, apoyando mi frente en la puerta de su habitación.
No puedo ir hasta ella. Hoy menos que nunca puedo mirarla, porque ese llanto desconsolado me recuerda lo que he perdido, y me grita que mi niña perdió incluso más que yo.
La escucho llorar y lloro en silencio con ella, porque siento que con cada sollozo me acusa de ser culpable.
—Por favor, cálmenla. No la dejen llorar —ruego, soltando más lágrimas. Escuchando los esfuerzos de mi suegra y de la niñera que contrató, por detener su llanto.
No pueden calmarla. Nada puede hacerlo.
Y yo… yo me quedo del otro lado de la puerta, como un cobarde, escuchando y torturándome aún más, por el sufrimiento que provoca en mi nena la ausencia de la mujer que no pudo siquiera conocerla…
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Sara
Vuelvo al hospital al amanecer, porque no puedo soportar la idea de quedarme sin hacer nada.
Busco a Sonia, y ella me mira con preocupación, pero no me rechaza.
—Señora Sonia, por favor… Necesito verla otra vez. Solo un momento. —Le ruego.
—Señora Sara, la bebé ya está con su familia. No puedes acercarte así. —Intenta hacerme razonar.
—No quiero hacerles daño, se lo juro. Solo… quiero saber si está bien. Tengo una angustia aquí en mi pecho que me dice que no lo está. —comento, la voz se me quiebra
Sonia suspira, rindiéndose a la súplica.
—He visto su devoción y su ternura con esa nena, el modo en que la bebé se calmaba cuando la tenía entre sus brazos. Por eso sé que no quiere hacerle mal a esa familia. —Habla secando mis lágrimas —. Y en el fondo, también sé que la niña debe estar necesitando algo más que leche de potes y mantas cálidas: ella necesita calma, contacto, calor humano. Soy madre, por eso lo sé —continúa, buscando unos apuntes en una libreta.
—No puedo prometerle nada —me dice, sacando su móvil—, pero intentaré hablar con alguien.
Asiento con frenesí, sabiendo que ese alguien a quien llama por teléfono justo en este momento es la abuela de la bebé… Escucho impaciente la conversación, y mientras ellas hablan, cierro los ojos y pido al cielo que escuche mi corazón. Porque sé, con la certeza que solo una madre tiene… que mi niña me necesita.