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Sara
La puerta se abre y la abuela de la bebé me mira con un gesto que no descifro del todo. No sé si es desconcierto o esperanza. Sus ojos expresan tantas cosas…
—Adelante —indica, cediéndome el paso. Su voz es un susurro como si no quisiera ser descubierta por alguien.
—Tienes que ser muy discreta —me advierte, mirando hacia los lados—. Si Ángel la ve, no sé cómo reaccionará. Prefiero que no note su presencia en esta casa.
Asiento con la cabeza, pero apenas cruzo el umbral mis oídos se conectan con una sola cosa.
Ese llanto.
Mi cuerpo se tensa, mi corazón se acelera, y las palabras de la señora se desvanecen,quedando tan lejos como un eco sin fuerza.
El sonido que viene del segundo piso me atraviesa el pecho.
Es un llanto que no pide solo consuelo, sino presencia.
El tipo de llanto que duele en el alma.
No pienso. No lo decido. No razono. Simplemente, corro, mientras la señora que viene tras de mí, me llama la atención entre murmullos.
Subo las escaleras casi sin respirar, guiada por ese sonido que parece llamar mi nombre. Cada peldaño que subo es una punzada de vida, de amor, de urgencia.
Siento las piernas temblar, el pecho oprimido, y una certeza que me quema: ella me necesita.
El llanto me guía hasta la puerta entreabierta de una habitación bañada por una tenue luz rosada. Sin ser invitada, entro, y…
Ahí está.
Tan pequeña, tan frágil, llorando con desesperación, mientras la niñera intenta mecerla en vano.
—No se calma. No deja de llorar —murmura la mujer, agotada, cuando la abuela entra detrás de mí.
Yo, no veo nada más. Solo me enfoco en quien me interesa y el resto del mundo se borra.
Mis pasos me llevan hasta ella sin permiso.
Mi voz, conmovida y llena de ternura, se abre camino entre sus sollozos.
—Ya estoy aquí, pequeña… ya estoy aquí. —Las palabras me salen del alma, suaves, casi rotas por la angustia que tengo en el fondo de mi ser, por ser solo una intrusa sin ningún derecho de estar en esta casa.
—Shh… ya, cálmate, mi niña —sigo hablando solo con ella. De inmediato, su llanto se va apagando poco a poco, cuando va reconociendo mi voz.
Sus ojitos húmedos se entreabren. La veo respirar hondo, agitada y mi corazón también lo hace con ella.
Me acerco más y sin consultar si puedo hacerlo, la cargo con cuidado, sintiendo su calorcito contra mi pecho.
Su cuerpecito se acurruca en mis brazos, sollozando involuntariamente, muy sensible.
La abuela y la niñera se quedan en silencio. Siento sus miradas, veo en sus ojos los interrogantes, pero no me importa. Nada importa cuando la tengo conmigo.
—No ha comido prácticamente nada —susurra la abuela con preocupación —. No acepta el biberón, y tampoco ha dormido bien.
La miro por un instante, inquieta e incluso incómoda, porque no sé qué esperar de esta señora. Sin embargo, no me cohíbo, porque mi cuerpo ya sabe lo que tiene que hacer, antes de que mi mente lo piense.
Mis pies caminan por decisión propia, me siento en la mecedora junto a la ventana, la acomodo con delicadeza en mi regazo y, sin esconderme, dejo que mi instinto hable.
Sin tener en cuenta los ojos que me miran, saco uno de mis senos y acerco a la bebé. Ella, sin perder ni un segundo, con desasosiego, se aferra a mi pezón con una fuerza que me parte el alma porque se nota que tiene hambre. Empieza a succionar con desesperación, como si tuviera miedo de que vuelva a irme.
—Tranquila, mi amor… no voy a irme… No te dejaré solita —le murmuro, acariciando su cabecita, respirando su olor, besando su frente tibia.
La niñera se lleva una mano a la boca, y la abuela, simplemente observa, con su mirada nublada.
Yo cierro mis ojos, para centrarme solo en lo que debo. En el acto el tiempo deja de correr, y mi mente no piensa en las consecuencias. Nada me perturba, nada me atemoriza, porque decido que en este instante solo existimos ella y yo, unidas por un lazo que no pide permiso, explicación ni pruebas de sangre.
La arrullo, y mi alma también se arrulla con ella. Siento cómo su cuerpecito se relaja, cómo su respiración se vuelve suave. Y mientras se alimenta de mí, va sanando un poquito más un pedazo de mi roto corazón.
No sé qué vendrá después. No sé qué pasará cuando me pidan explicaciones. Cuando me pidan que me vaya, y yo me aferre con todas mis fuerzas a la idea de quedarme.
Solo sé que, en este momento, estoy completa, porque esta niña, aunque no salió de mi vientre, nació en mi alma.
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La bebé duerme. Su respiración se escucha pausada, tan dulce y tan serena, que no puedo evitar quedarme mirándola, sintiendo que todo mi cuerpo se calma con ella.
La abuela me observa en silencio desde el otro lado de la habitación. No sé cuánto tiempo ha pasado desde que llegué, perdí la noción de mi realidad. Una realidad que ahora me veo obligada a enfrentar porque tengo un par de ojos sobre mí que piden respuestas.