Nostalgia de un Ángel

9. La depresión mata

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Ángel

Mis ojos quedan fijos en la mujer que tengo enfrente, sin señales de vida. No se mueve, no habla, y no hace nada. Solo me mira.

—Ella es tu asistente personal, Ángel. A partir de hoy vivirá en esta casa y se encargará de ti. En resumen, está aquí para cuidar de ti… —comunica mi suegra.

—No necesito una asistente, y mucho menos alguien me cuide. No soy un crío para tener un vigilante tras de mí —replico tajante, con mi mirada clavada en la chica que, creo que se volvió una momia mirándome, porque ni siquiera pestañea.

—Bien, Ángel, como desees. Esto fue lo último que se me ocurrió hacer por ti para ayudarte a salir del trance en el que estás. Pero… en vista de que no estás dispuesto a ceder, permite que me lleve a la niña conmigo, debo regresar mañana a mi casa, Braulio me necesita de vuelta, y no soy capaz de dejarla aquí contigo en ese estado —Pide, con rostro de preocupación, porque su esposo ya es un señor que está algo enfermo que necesita de cuidados.

—¡Claro que no!

—¡No! — Mi negativa se choca con la respuesta que da también la señorita, que por fin deja de mirarme para fijar sus ojos en mi suegra.

Me toma por sorpresa sus palabras. Frunzo el ceño cuando la noto contrariada, pero, por el momento, omito todo lo que me genera su reacción.

Niego mientras me acerco a la abuela de mi hija. No puedo permitir que mi bebé se vaya a ningún lado, porque no solo soy un maldito cobarde que no ha tenido el valor de verla, sino también soy un idiota que teme perderla.

—No, no puedes llevarla contigo, esta es la casa que su madre soñó para ella, y aquí tiene que estar. Vete tranquila, desde anoche la bebé está más calmada con la niñera y poco a poco se acostumbrará a sus cuidados. —Hablo, dejando en evidencia que ayer, aunque detrás de la puerta, estuve atento a mi hija, como cada día.

—La única forma de que me marche tranquila es que permitas que Sara se quede. Ella te apoyará en todo y… —La voz de quien quiere contratar empleados, como si esta fuera su casa, me saca de mi pensamiento.

—No. No quiero a nadie más en esta casa. No necesito que nadie vele por mí. No estoy tan mal como para que te metas en mi vida de esta forma. ¿Qué te sucede? ¿Quién crees que soy como para querer obligarme a aceptar a una niñera que cuide mis pasos? —Me rehúso.

—¡Estás mal, Ángel! ¡No comes, no duermes, no vives…! ¿Cómo pretendes seguir de esa manera? Y ¿cómo piensas hacerte cargo de tu hija cuando ni siquiera puedes cuidar de ti? —Me reclama.

—Eso es asunto mío, Beatriz. Por favor, vete a tu casa, ya hiciste mucho por nosotros todo este tiempo. Te lo agradezco, pero ya es suficiente. Le pediré al chófer que te lleve al aeropuerto a la hora que tú lo dispongas. —Soy seco al hablar, la miro frío sin demostrar ninguna emoción.

Tengo mucha rabia, la cual debo tragarme, porque ya no puedo reclamarle a nadie. Tengo dolor revuelto con un enojo que siento, no me cabe en el pecho, porque... Adela no solo me dejó un hueco en el alma por su partida, sino también me dejó prevenido y resentido por su mentira. Constaté que su problema cardíaco fue algo que la acompañó desde siempre, fue mi novia, mi esposa, mi amiga y la mujer más importante para mí, y resulta que ella decidió mentirme siempre. Nunca fue sincera, cuando se supone que quien ama, no finge…

El duelo de miradas entre mi suegra y yo es una batalla que se libra en medio de la chica que posa sus ojos grandes de nuevo en mí, de una manera que no puedo entender. No sé si me está lanzando un regaño, o una súplica para que me controle.

—Si es mi problema, Ángel. Y no quiero llegar a esto, pero si no pones de tu parte, si no aceptas que la señorita Sara se quede en la casa para ser tu cuidadora, entonces, no podrás detenerme. El bienestar de mi nieta está por encima de todo, incluso por encima de tu dolor y tu enojo. Y seré sincera, ya tengo a los abogados trabajando en el caso. Así que tú decides, te dejas ayudar, o vamos a juicio por la custodia de la nena. —Me lanza la amenaza que me acelera el corazón.

Empuño las manos con coraje, porque en el fondo sé que ella tiene razón para querer arrancarme a mi hija de mi lado. No quiero darle esa razón. Juro que cada segundo de mis días pienso en mi bebé, y mi corazón siente el deseo de buscarla, de acercarme, de hablarle, de cargarla y darle el amor que me pertenece entregarle. Juro que deseo mucho hacerlo, sin embargo, algo está mal en mí, algo que no puedo manejar, porque mis manos se traban en el pomo de la puerta, y no ceden. Simplemente, aunque deseo hacerlo, no puedo ir a ella.

Aprieto la mandíbula, mientras miro con reproche a la señora que me está amenazando, siento que voy a perder el control y terminaré diciendo una barbaridad, pero ese impulso se anula cuando al instante mis ojos viajan a la mujer que da un paso hacia mí, se para justo enfrente, y me observa fijamente.

—Puede irse tranquila, señora Beatriz, que el señor y yo estaremos bien — asegura, sin apartar sus ojos de mi rostro.

—No hables por los dos, porque yo no he dicho que tú… —Voy a refutar, pero la muy atrevida me fulmina con la mirada. De repente, su mano toca mi mano y aprieta un poco mis dedos.

Su acción me toma de sorpresa. Intercalo mi mirada entre su rostro y su mano que sigue apretando la mía.




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