Nostalgia de un Ángel

10. Durmiendo sobre mi pecho

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Sara

Le doy un beso suave a la bebé antes de entregársela a Leti. Ya la bañé, tomó su leche hasta que se sació y ahora está con los ojitos abiertos reparando todo.

—Llévala al jardín, que tome un poco de sol —le pido a la niñera, mientras acomodo el gorrito rosado sobre su cabecita. La pequeña sigue con sus ojos preciosos, reconociendo todo —. Voy a ver cómo amaneció tu papi, mi amor. Nos vemos en un ratito. —Me despido.

Leti asiente con una sonrisa.

—Le dejaron algo en la mesita —Me avisa mirando en dirección a la mesa de mármol que está en medio del pasillo y se aleja con la niña en brazos.

Yo me quedo quieta unos segundos, observándolas bajar las escaleras, llegan al primer piso y desaparecen tras la puerta del jardín. Respiro profundo y siento el corazón latiéndome fuerte, no sé si por nervios o por el presentimiento de que lo que me espera tras esa puerta de su habitación, porque sé que nuestro segundo encuentro tampoco será fácil.

Suelto un suspiro agarrando el sobre. Es de color crema, tiene mi nombre escrito en una caligrafía elegante. Lo abro con cuidado y comienzo a leer:

Sara, debo confesar que por un momento llegué a pensar que no tendrías el valor de aceptar lo que te propuse. Es algo tan fuera de lugar que creí que al ver lo difícil que puede llegar a ser mi yerno, darías media vuelta y te marcharías como todos los demás empleados que huyen. Pero me equivoqué.

No solo tuviste el coraje de enfrentarte a él, sino también de desafiarme a mí. Y debo admitir que eso me conmovió.

Tienes razón, no todos enfrentamos el dolor de la misma forma. Soy un ejemplo de eso.

Yo perdí a mi hija y, en mi afán de mantener en pie lo que ella más amaba —su hogar, su esposo, su bebé—, olvidé llorar. Fingí ser fuerte para todos, pero por dentro me estaba quebrando en mil pedazos.

Tú me hiciste entender que llorar también es un acto de amor, porque mi corazón necesita sanar para poder ser fuerte para los míos. Me hiciste notar que no hay vergüenza en mostrar las heridas y que de vez en cuando es válido reconocer que las grietas que nos dejan los golpes también nos duelen.

Por eso, antes de marcharme un tiempo para poder llorar hasta sanar, quiero darte las gracias.

Gracias por quedarte. Gracias por no huir del caos que hoy la vida te entrega. No tengo la fuerza para hacerle frente, así que no tengo palabras para expresar lo mucho que valoro lo que te propones hacer.

Las reglas de tu contrato siguen siendo las mismas: por favor, ten paciencia, mucha paciencia, porque Ángel en este momento no es un hombre fácil, y su corazón está más roto de lo que imaginas.

Reconozco que mi hija lo rompió al mentirle. Ella se justificó en el amor que sentía por él, para engañarlo, le ocultó su enfermedad, aceptando una promesa de “hasta que la muerte nos separe”, teniendo claro que su corazón no aguantaría mucho y esa promesa sería efímera. Acepto que lo amó con egoísmo, porque solo pensó en ella, en vivir un amor real y especial antes de partir, sin pensar en que dejaría a alguien tan destruido. Eso también me pesa porque yo fui su cómplice. No debimos hacerlo, lo reconozco. Pero, acepté ayudarla porque sabía que la iba a perder y mi corazón de madre no se pudo negar a su último deseo. Mi Adela quería sentirse amada una única vez y su alma se llevó la paz del más hermoso de los amores. Ahora me duelen las lágrimas y el desconsuelo de Ángel, pero no puedo arrepentirme de haber apoyado a mi niña, porque verla sonreír sus últimos días fue mi mejor regalo.

Lamento tanto haberle roto el corazón a ese pobre hombre. Pero algo me dice que si alguien puede tocar esas grietas y repararlas hasta hacerlas dejar de sangrar, eres tú. Y lo sé porque vi en tus ojos ese anhelo, por eso me atreví a dar la espalda y dejarte lo más valioso que tengo: a mi nieta… y a un hombre que, aunque no lo acepte, también necesita ser cuidado.

Si te preguntas por qué te elegí a ti… Te reitero. En tu mirada vi el reflejo de alguien que también perdió, pero que aún tiene amor para dar y mi familia necesita mucho de ese amor.

Con gratitud.

Beatriz.

Termino de leer sintiendo el corazón oprimido. Doblo la carta con cuidado sin saber como sentirme. Sus palabras me sacuden, me calan hondo, me dejan sin aire por unos segundos.

Respiro hondo, guardo la carta en el bolsillo de mi falda y miro hacia la puerta de la habitación del señor de la casa.

El silencio del pasillo me rodea, solo se escucha el leve tic-tac del reloj y mi propio corazón, marcando el ritmo de algo que apenas está empezando.

—Vamos, Sara… —me susurro—. Hora de enfrentar al huracán. Tomo valor, aprieto el pomo, abro la puerta y entro…

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El aire huele a whisky, a soledad y a derrota. La penumbra me abruma, las cortinas siguen cerradas, las botellas vacías ocupan el suelo como testigos mudos de una noche que, al parecer, se repite una y otra vez.




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