El aire vibraba con una electricidad palpable, y no tenía nada que ver con los diez mil vatios de iluminación que bañaban el Staples Center. Era una mezcla de anticipación, nerviosismo y el perfume de mil famosos, agitado por el zumbido constante de los medios. Respiré hondo, intentando que el corsé de mi vestido de Cavalli no me cortara la respiración. Mi mánager, Lena, siempre insistía en que la moda era sacrificio. Y en ese momento, me sentía como una ofrenda a la alfombra roja. El oro metálico del tejido se ceñía a cada una de mis curvas, diseñado para hacer una declaración audaz: "Aquí estoy, y he venido para ganar". Y lo había hecho. Mi sencillo “Eclipse” había dominado las listas durante meses, y mi álbum, “Constelaciones”, había sido un torbellino de éxitos. Hoy era mi noche.
—Cinco minutos, Sofía —murmuró Lena, con una sonrisa que no le llegaba a los ojos mientras ajustaba un mechón rebelde de mi cabello. Lena era mi roca. La única persona que había visto el ascenso desde los pequeños escenarios de bares de karaoke hasta este coloso del entretenimiento. Ella era la reina del 'Todo va a estar bien, pero si me arruinas el look, te mato'.
Asentí, mi corazón latiendo un ritmo de batería en mi pecho. Las cámaras parpadeaban incesantemente a mi alrededor, los flashes cegadores pintaban el mundo de blanco y negro por un instante. Cada sonrisa, cada microexpresión era analizada, diseccionada y subida a la red antes de que pudiera parpadear. Era el precio de la fama. Y yo lo pagaba con una profesionalidad impecable. Puse mi mejor sonrisa de "diosa que no se esfuerza", mis dedos entrelazados con el bolso de mano. Mi equipo se movía como una orquesta, asegurándose de que cada ángulo fuera perfecto, cada comentario medido.
—Sofía, ¿cómo te sientes al ser la favorita de la noche? —gritó un reportero, el micrófono extendido como una lanza.
—Emocionada, por supuesto —respondí con mi voz melódica, entrenada para sonar dulce pero firme. —Es un honor estar nominada junto a tantos talentos increíbles. ¡Que gane el mejor!
Otro reportero se abalanzó. —¿Algún mensaje para tus fans? Se están volviendo locos en Twitter por tu vestido.
Me reí, esta vez una risa genuina. —¿Les gusta? ¡Les mando un beso enorme! —grité, haciendo un corazón con mis manos. Era una tontería, pero mis fans lo adoraban. —Gracias por todo su apoyo. Son los mejores. De verdad.
Mientras caminaba, una mano en mi espalda me guio suavemente hacia la entrada del auditorio. El murmullo de la multitud se intensificó al entrar, y la orquesta ya tocaba la melodía de apertura. Mis ojos escanearon la inmensa sala, buscando mi asiento. Por supuesto, estaba convenientemente ubicado en una de las primeras filas. Tenía que estar cerca. Por si acaso.
El proceso de sentarme era una coreografía en sí mismo. Besos al aire, sonrisas rápidas y fingidas a colegas con los que apenas había intercambiado dos palabras. Reconocí a un par de raperos famosos, a una actriz de Hollywood que había lanzado un álbum, y a un rockero legendario que, a sus setenta años, aún irradiaba una energía salvaje. Todos formábamos parte de este circo, de esta burbuja dorada donde la fama era la moneda de cambio y el talento, aunque necesario, a veces era secundario.
Cuando finalmente me deslicé en mi asiento, junto a Lena y mi jefe de discográfica, Robert Maxwell, sentí un ligero respiro. Robert, un hombre corpulento con una calvicie incipiente y una sonrisa de tiburón, me dio una palmada en el hombro.
—Nerviosa, ¿Sofía?
—Un poco —admití, ajustando el escote.
—No te preocupes. Esta noche es tuya. Mi instinto nunca falla. —Robert siempre hablaba de su "instinto" como si fuera un oráculo. En la mayoría de los casos, tenía razón, lo que lo hacía aún más insoportable cuando no.
La gala comenzó con un comediante famoso haciendo un monólogo. Me permití relajarme un poco, aunque mis ojos continuaban moviéndose por la sala, absorbiendo cada detalle. Las pantallas gigantes que flanqueaban el escenario mostraban primeros planos de los nominados, y me pregunté cuántos de mis fans estarían ya criticando el esmoquin de un cantante en Twitter.
La primera categoría, “Mejor Artista Nuevo”, fue para una cantante de country-pop con una voz dulce y un carisma natural. Aplaudií cortésmente, mi mente ya en la siguiente categoría que me concernía: “Mejor Sencillo del Año”.
Justo antes de que el presentador anunciara a los nominados, la pantalla gigante mostró imágenes de los artistas que se presentarían a lo largo de la noche. Y ahí fue cuando el aire se me atascó en los pulmones.
En la pantalla, con un fondo futurista y luces de neón, apareció él. Mateo.
Mateo Vega. El nombre resonó en mi mente como un eco no deseado. Mi corazón, que apenas se había calmado, volvió a su ritmo frenético, pero esta vez, con una punzada helada de resentimiento. Mateo, con su cabello oscuro ligeramente despeinado, sus ojos penetrantes y esa sonrisa canalla que solía hacerme suspirar y ahora me provocaba ganas de tirarle el micrófono. Se había vuelto una estrella por derecho propio, un artista de pop-rock que había escalado las listas con la misma velocidad vertiginosa que yo. Su último álbum había sido un éxito rotundo, y sus sencillos eran omnipresentes en la radio. Había escuchado sus canciones, claro. No podía evitarlo. Estaban en todas partes. Y cada vez que las oía, sentía una extraña mezcla de irritación por su éxito, curiosidad por si aún me recordaba, y una incómoda punzada de nostalgia que me negaba a identificar.