La mañana después de la "reunión de negocios no autorizada" en mi apartamento se sintió como despertar en medio de una explosión de confeti y arrepentimiento. Me desperté, no por una alarma, sino por el terrible sonido de mi propio corazón latiendo al ritmo de un tambor de guerra.
Me encontré acurrucada bajo la manta de cachemira, y junto a mí... bueno, estaba Mateo. Su brazo estaba sobre mi cintura y su aliento me hacía cosquillas en la nuca. El Manual de la Falsa Felicidad no solo había sido quemado; había sido incinerado y sus cenizas se habían usado para escribir una carta de amor a la locura.
Mateo se despertó en ese instante, sus ojos se abrieron y me miró con una expresión de pánico que se transformó rápidamente en la calma del que se ha resignado a la bancarrota.
—Buenos días, socia —murmuró, su voz era ronca y sexy, lo cual era injusto.
—Buenos días, socio —respondí, retirándome unos centímetros. —Creo que anoche hubo un "error de logística" que no estaba en el contrato.
—No fue un error —dijo, sonriendo ligeramente. —Fue una... corrección necesaria al guion. Demasiada tensión acumulada.
De repente, se levantó de la cama con una urgencia que me hizo reír. Parecía un ciervo asustado en una pista de hielo.
—¡Me tengo que ir! —exclamó, buscando su camisa arrugada.
—¿Por qué? ¿Temes que los paparazzi hayan instalado un dron que monitorea el consumo de carbohidratos de las celebridades?
—No. Temo a Lena. Y temo a mí mismo. Y temo al café.
—¿Al café?
—Sí. El café que te traigo. Recuerdo perfectamente que me prohibiste traer café. Lo hice anoche.
Y ahí estaba la prueba: sobre mi encimera de mármol, había una taza de café recién hecho. Me levanté, me acerqué y le di un sorbo. Estaba caliente, la leche de avena estaba perfectamente espumada y la cantidad de azúcar era exacta.
—Mateo —dije, bebiendo otro trago. —Está perfecto. Esto es un ultraje.
—Lo sé. Me recordó que conozco tus gustos mejor que tú misma —dijo, y la tensión volvió, palpable y eléctrica. —Mira, Sofía. Esto fue una... recaída. Fue un beso de adrenalina por la playa y la arena. Volvemos al manual. ¿Entendido? Amistad. Negocios.
—Entendido —mentí, sonriendo por dentro. El beso de la noche anterior no había sido solo adrenalina; había sido la validación de que, incluso después de todo, nuestro cuerpo seguía hablando el mismo idioma.
Justo en ese momento, mi teléfono vibró. Era Lena, con una llamada de FaceTime que no podías ignorar.
—¡Sofía! —Lena estaba histérica. Su cara ocupaba toda la pantalla. —¡Necesito que escuches esto!
—Estoy escuchando, Lena.
—¡Tenemos una emergencia de coherencia! Las fotos del beso en el estudio y las fotos de ustedes dos riéndose como dos lunáticos en la playa están por todas partes. ¡El público está invirtiendo en esta relación! ¡La canción será un éxito si mantenemos la farsa!
—¿Y cuál es la emergencia?
—Mateo tiene un concierto masivo mañana en Chicago. Y la prensa quiere ver una muestra de amor conyugal. Alex y yo hemos hablado. Te unes al viaje. Y para que no haya dudas sobre su compromiso, solo hemos reservado una suite King Size. ¡Una sola habitación!
Mis ojos se abrieron de golpe. Miré a Mateo, que acababa de salir de la habitación con sus pantalones arrugados. Él escuchó la última frase y se detuvo en seco, el horror grabado en su rostro.
—¡Lena, no puedes hacernos esto! —gritó Mateo desde el pasillo.
—¡Es por el arte, Mateo! ¡Y por los millones! ¡Cero fugas de información! ¡Cero camas separadas! ¡Demuestren que son una pareja funcional y enamorada! ¡Los amo a ambos! —Y colgó.
Mateo regresó a la sala, la camisa a medio abrochar. —¿Una suite King Size? ¿Sabe que esto va a violar diez reglas de la ética laboral?
—Y las diez reglas de tu manual —dije, cruzándome de brazos. —Pero tienes razón, Mateo. Es por el arte.
El avión privado que nos llevó a Chicago se convirtió en un campo de batalla de argumentos susurrados.
—No vamos a compartir la cama —declaró Mateo, sentado en el extremo opuesto del sofá de cuero.
—¿Y qué sugieres? ¿Que duerma en el baño? Es una suite. Probablemente haya un sofá de diseño. Yo tomaré el sofá.
—Tú tienes que lucir impecable para la prensa. Yo soy el que va a estar borracho en el escenario. Yo tomo el sofá.
—No, no. Yo soy la invitada de honor. Yo tomo el sofá. ¡Además, roncabas anoche!
Mateo me miró, ofendido. —No ronco. Dejé de roncar después de la cirugía de las amígdalas en 2017. Y si lo hice, fue un suspiro de cansancio por la carga emocional.
—Fue un ronquido nivel tractor, Mateo.
La tensión cómica se mantuvo durante todo el viaje. Y llegamos al hotel, listos para la batalla final.
El suite era, como era de esperar, enorme y opulenta, con una sola cama King Size que parecía una plataforma de aterrizaje.
—No hay sofá —dije, mirando alrededor. Solo una silla de terciopelo que parecía diseñada para una muñeca victoriana.