La mañana en Chicago fue una lección de diplomacia. El Muro de Almohadas, esa ridícula trinchera de terciopelo que habíamos levantado la noche anterior, amaneció destruido. Las almohadas yacían dispersas en el suelo, derrotadas, mientras que Mateo y yo dormíamos, innegablemente, abrazados. No hablamos del tema. No hubo comentarios sarcásticos, ni siquiera miradas de reojo. Nos movíamos con la cautela de dos ex-agentes secretos que acaban de despertar en la misma celda después de un experimento fallido.
Mateo pasó el día entero ensayando, sumido en un estado de concentración zen que parecía ser su único refugio contra la realidad. Yo, por mi parte, me dediqué a organizar mi arsenal emocional: el vestido adecuado, el maquillaje impecable y la estrategia perfecta para mantener la fachada de la "Novia Irresistible" sin caer en la trampa del sentimiento real.
Lena, sin embargo, estaba exultante. Había conseguido que me sentara en el palco VIP lateral, lo suficientemente cerca del escenario como para ser visible a los focos, pero lo suficientemente lejos del caos del backstage.
—Tu trabajo hoy es simple, Sofía —me instruyó Lena, mientras ajustaba mi escote. —Lucir absolutamente radiante. Cada vez que la cámara te enfoque, sonríe como si acabaras de ganar la lotería y la felicidad fuera tu premio. Y recuerda, no hay que llorar. No importa lo que haga, no llores.
—Entendido. Radiante, sin lágrimas. ¿Y si me dedica un poema?
—Sonríes más fuerte.
—¿Y si se me declara en medio de su solo de guitarra?
—Te desmayas elegantemente. Pero no llores.
Llegué a mi asiento VIP justo cuando las luces del estadio se apagaban y el rugido de la multitud me golpeaba como una ola. El aire estaba cargado de electricidad, miles de personas gritando por el hombre que estaba a punto de subir al escenario. Me senté, sintiendo una mezcla extraña de orgullo y terror. Él era una estrella, y yo, por esta noche, era su accesorio más brillante.
Mateo salió al escenario con una explosión de luces y sonido, comenzando con una de sus canciones más energéticas. Su presencia era magnética, su voz era cruda y poderosa, y por un momento, me olvidé de nuestra farsa. Solo era el artista que yo conocía y admiraba, el que podía manipular a una multitud entera con un solo acorde.
Pasó por el repertorio con la maestría que lo caracterizaba. Durante una pausa para interactuar con el público, el foco se movió hacia mí. Mi sonrisa fue automática, brillante y falsa. Levanté la mano y le lancé un beso al aire. El público enloqueció. ¡Punto para la Pareja de Oro!
Mateo me dedicó una sonrisa, pero esta vez, no era la sonrisa de la alfombra roja; era una sonrisa pequeña, familiar, la que usaba cuando estaba a punto de contar un chiste interno.
Luego, se sentó en un taburete. El ambiente se suavizó. Tomó una guitarra acústica.
—Esta noche —dijo Mateo, y el silencio en el estadio fue casi religioso—, quiero tocar una canción que no he tocado en mucho tiempo. Es una canción sobre la construcción. Sobre el caos y la belleza de encontrar un hogar en el lugar más inesperado.
Dirigió su mirada directamente a mi palco. Su voz se volvió suave, íntima.
—La escribí hace mucho tiempo, cuando creí que había encontrado ese hogar para siempre. Y se la quiero dedicar a la única persona que la entendió desde el primer acorde. Para mi... mi socia Sofía.
La multitud estalló en aplausos. El foco me bañó de nuevo. Mi sonrisa se congeló, pues noté el pequeño temblor en su voz. Y luego, comenzó a tocar.
La melodía era inconfundible. Las notas eran claras y lentas, una secuencia de acordes melancólicos y esperanzadores que me transportaron instantáneamente al pequeño apartamento en el centro de la ciudad, al olor a pintura fresca, a la pizza fría y a la promesa de un futuro que nunca llegó. Estaba tocando "Sinfonía en Azul".
El tiempo borró el color de aquel silencio roto, pero dejó la clave, una nota en mi voz. Yo te encontré buscando un compás para mi caos, y armamos el refugio, la sinfonía de los dos.
La letra era devastadora. Hablaba de pintar una pared de un azul claro, de las cajas de mudanza y, sutilmente, de la esperanza que se había marchado. La recordaba perfectamente, no solo porque era nuestra canción, sino porque fue la última vez que ambos habíamos sido realmente felices, justo antes de que el embarazo se volviera una preocupación. Era la canción que cantábamos imaginando la vida que tendríamos con Amelia.
Mateo la cantaba ahora con una madurez, una aspereza en su voz, que me hizo sentir el peso de su dolor. Su interpretación era impecable, cada nota un puñetazo al recuerdo. Yo intenté sonreír, intenté ser "radiante" como me había pedido Lena, pero la sonrisa se desvaneció.
Me incliné hacia adelante, la mano temblaba mientras me cubría la boca. Sentí las lágrimas ardientes brotar de mis ojos. Ya no importaba Lena, la prensa, o el Manual. Era él, cantándome una promesa rota frente a veinte mil extraños. Estaba haciendo pública nuestra pena más íntima.
Me limpié rápidamente las lágrimas con el dorso de la mano. No podía permitirme un colapso. No ahora. Pero el daño ya estaba hecho. Él me había abierto la caja que le había rogado que abriera en mi apartamento, pero lo había hecho a través de un concierto masivo, convirtiendo nuestro trauma en un éxito de ventas. Era brillante, cruel y doloroso.