Notas Cruzadas

Capítulo 13

El aire dentro del legendario Whisky a Go Go estaba grueso, casi pegajoso. Entre el calor de las luces, la multitud y la electricidad que yo misma estaba desprendiendo, parecía que todo vibraba. Llevaba una chaqueta de cuero que se sentía como si estuviera hecha de pura rabia concentrada, y unos pantalones oscuros que me hacían sentir más firme, más mía. Esa noche no era la Diva Dramática ni la Musa Radiante. Era yo. Cruda. Auténtica.

Sabía que Mateo estaba detrás del escenario. Había venido porque el protocolo de la Pareja de Oro lo exigía… pero esta vez no estaba allí para sostenerme la mano. Estaba obligado a presenciar lo que yo iba a hacer. Y yo necesitaba que lo viera.

Abrí el concierto con un remix feroz de una de mis primeras canciones. Mi voz salió potente, firme, llena de algo que había encontrado en este silencio doloroso de la última semana. La multitud gritaba mi nombre, pero mientras cantaba, mis ojos no miraban a nadie. Miraban a través de todos. A través incluso de él.

Cuando llegó el turno de “Sinfonía en Azul”, el ambiente cambió. Yo también. La versión que canté no era la balada triste que él me había dedicado en Chicago. La desnudé. La enfrié. La convertí en un bisturí. La canté con una precisión que dolía. La promesa rota se transformó en un manifiesto de independencia.

Y después vino la sorpresa.

La canción que no estaba en el setlist.

La que había escrito llorando y rabiosa en la cabina del desahogo.

“Muro de Papel”.

Me construiste un muro de promesas de papel… —canté, mirando justo hacia la oscuridad donde sabía que él estaba escondido— y yo fingí creer en la fragilidad.

Cada palabra era un dardo envenenado. La letra hablaba de frialdad, de acuerdos, de cómo el amor terminó convertido en un guion artificial. El público creyó que era una metáfora sobre Hollywood. Pero Mateo entendió. Lo vi. Lo sentí. Cada verso era para él.

El clímax final llegó con un remix agresivo de “Libre Soy”. Cuando grité la última nota, no era alegría: era liberación. Era una despedida disfrazada de show.

El lugar explotó en ovaciones. Yo recibí el aplauso con la frente en alto, bañada en sudor y triunfo.

Y Mateo… estaba a años luz de mí.

Cuando salí del escenario, aún vibrando por dentro, mantenía por fuera una calma quirúrgica. La gente me felicitaba, yo asentía. Tenía la mente enfocada en llegar al camerino.

Mateo me alcanzó justo antes de entrar.

—Sofía —dijo con la voz baja, casi rasposa.

Lo miré. Mis ojos aún tenían el brillo de las luces, pero por dentro solo había un vacío helado.

—Cantaste hermoso. La nueva canción es… increíblemente buena.

—Gracias.

Una palabra. Fría. Profesional. Impersonal.

En ese instante Lena entró como un huracán de diseñador.

—¡Sofía! ¡Te amo! ¡Has roto el internet! ¡“Muro de Papel” está en tendencia!

Me abrazó con euforia, y yo apenas sonreí.

Cuando se giró hacia Mateo, su sonrisa se tensó. Lena siempre fue perceptiva.

Diez minutos de planes, luces, coordinación de vestuario, instrucciones… Mateo con su cara de profesional herido, yo sin mirarlo una sola vez.

Cuando Lena se fue, nos dejó una última orden:

—Mateo, llévala a casa. Que duerma.

El viaje en la limusina fue mortalmente silencioso. Ni siquiera intenté llenar el espacio entre nosotros. Ya no había esfuerzo que hacer.

Cuando llegamos al estacionamiento, simplemente dije:

—Buenas noches, Mateo. Nos vemos mañana en el ensayo.

Estaba abriendo la puerta cuando él salió rápidamente y vino a la mía, bloqueándome el paso.

—Voy a subir contigo —soltó, sin rodeos.

Lo miré, incrédula.

—No tienes que hacerlo. El protocolo terminó en el Whisky.

—No es el protocolo. Es… —tragó aire— tengo que hablar contigo. Y no voy a hacerlo en este jodido coche.

—Mañana ensayamos. Y ya escuché tu verdad. Yo no tengo nada más que escuchar.

Ahí se quebró, solo un poco.

—Sofía… estoy hambriento. Y tú no has comido nada. —Bajó la mirada y su voz se suavizó— No me pidas que vuelva a fingir que me preocupo por ti en público y que luego… te deje cenar sola.

Silencio.

Entonces, casi suplicando:

—¿Quieres cenar conmigo? ¿Una pizza? Sin hablar de música, ni de marketing. Solo… cenar. Como antes.

Lo observé. Vulnerable. Roto. Y cansado como yo.

Y entendí que, para seguir con esta farsa funcional, necesitábamos un alto el fuego.

—De acuerdo. Pero tú eliges la pizza. Y si pides piña, te mato.

Su sonrisa fue la primera genuina que vi en meses.

—Sin piña. Nunca.

Subió conmigo.




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