Notas Cruzadas

Capítulo 18

El trayecto al aeropuerto fue un borrón, una sucesión de luces nocturnas y el silencio cómplice de mi chófer improvisado. Tomé el primer vuelo de la mañana, un monstruo metálico que prometía llevarme a kilómetros de distancia de las cámaras, los managers y, sobre todo, de Mateo.

Aterricé en la pequeña costa donde mi madre tiene su casa de playa. Una casita de madera azul claro, antigua, con un porche que mira directamente al Atlántico. El olor a sal, alquitrán y eucalipto me golpeó como un bálsamo. Era mi lugar seguro, el único sitio donde podía ser simplemente Sofía, la que no había firmado ningún contrato millonario ni había perdido un bebé.

Mi madre, Elena, me recibió en el porche con un abrazo que olía a café y preocupación. Elena no era una mujer dramática; era una roca.

—Llegaste —dijo, sin más preámbulos, evaluando mi rostro con la mirada.

—Llegué —confirmé, dejando mi maleta. La única maleta. El resto de mi vida se había quedado en el penthouse de Mateo, con una nota de despedida doblada con pulcritud.

El resto de la mañana transcurrió en silencio, el buen silencio de la intimidad familiar. Desayunamos tostadas con mantequilla y café fuerte.

Pero mi madre no podía ser una roca por mucho tiempo.

—¿Y bien? ¿Me vas a decir por qué tu ex-novio-ahora-novio-en-serio se va a levantar con una nota y una cama vacía? —preguntó, limpiando una miga inexistente de la mesa.

—Porque no podía soportar otra traición, mamá. Escuché a Thomas hablar. La gira europea. Tres meses.

—¿Y por eso te fugaste?

—No. Por eso me fui. Él no me lo dijo. Me dejó que lo escuchara por accidente. Iba a dejar que el amor floreciera durante dos semanas para luego usarlo como el combustible emocional de su gira. El storytelling de la pareja separada por la ambición. Ya me conozco ese guion.

Mi madre suspiró. —Sofía, tienes que darle una oportunidad para que lo explique. Quizás no quería decírtelo en medio de su... reconciliación.

—¿Y qué iba a explicar, mamá? ¿Que su carrera es más importante que la incipiente verdad que logramos construir? No estoy enojada porque se vaya de gira. Estoy enojada porque me dejó hace dos años por el mismo motivo, y no tiene la decencia de decirme la verdad a la cara ahora.

Me puse de pie, sintiendo la necesidad de movimiento.

—Prefiero irme yo, a que él me deje a merced de su agenda otra vez. Duele menos. Mucho menos. No voy a ser el accesorio emocional de su próxima etapa de éxito.

—Hija, el miedo es un motor terrible. Te estás fugando por miedo.

—Puede ser —admití, tomando mis gafas de sol. —Pero prefiero ser una cobarde activa que una víctima pasiva. Ahora, voy a ir a la playa. Necesito escribir una canción que no hable de amor, sino de autoconservación.

Tomé mi cuaderno y mi guitarra de viaje, que siempre guardaba aquí.

La playa estaba casi desierta. Me senté en una duna, sintiendo la arena fría entre mis dedos. El sonido de las olas era un ritmo calmante, el único que no venía con un contrato de por medio.

Abrí mi cuaderno. Empecé a escribir. La canción que salió no era de rabia, sino de resignación. Se llamaba Kilómetro Cero”. Era sobre regresar al punto de partida, desmantelar la casa de sueños y aceptar que la ambición de él siempre sería el tercer miembro de nuestra relación. Las palabras fluían con la facilidad de una marea baja, una mezcla de dolor y paz. Era la mejor terapia que el dinero no podía pagar.

Pasé horas allí, la tarde cayendo lentamente. No encendí mi teléfono. No quería la oleada de mensajes ni el pánico. Quería este silencio. Quería este kilómetro cero.

Regresé a casa cuando el sol estaba pintando el cielo de naranja y púrpura. Mi madre estaba cortando vegetales para una sopa de pescado.

—¡Perfecto! Llegaste justo a tiempo para pelar los ajos —dijo mi madre, dándome un tazón con una sonrisa. —Pareces más tranquila. ¿La canción ayudó?

—Ayudó. Ahora sé exactamente dónde estoy parada. En una duna. Lejos de la locura.

Estábamos en la cocina, en esa burbuja de normalidad doméstica que tanto extrañaba. Hablamos de las flores, de los vecinos y de lo caro que estaba el pescado. La televisión estaba encendida en la esquina, a bajo volumen, sintonizada en un noticiero local que a nadie le importaba.

Mientras reía por un comentario de mi madre sobre un pájaro que le había robado una galleta, el noticiero cortó abruptamente a una "última hora del espectáculo". La imagen que apareció hizo que el tazón de ajos se resbalara de mis manos y aterrizara en el suelo con un ruido sordo.

Era él.

Mateo estaba sentado en un estudio de televisión. Parecía cansado, pero inmaculadamente guapo, con un traje de diseñador y la sonrisa perfectamente calibrada del hombre de negocios. Estaba en una entrevista en vivo sobre el éxito del álbum.

La presentadora, con la voz melosa que usan para hablar de tragedias y celebridades, lanzó la pregunta inevitable.

—Mateo, tengo que preguntar sobre la mujer del momento. El beso en el escenario fue... sísmico. El mundo quiere saber: ¿Qué está pasando con Sofía? ¿Están oficialmente de vuelta? ¿Y dónde está ahora mismo, celebrando el éxito?




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