Nuestra historia

Un mes después

Noveno capítulo (Katya) III

El mes había pasado de manera casi imperceptible. Una semana parecía fundirse con la siguiente, y sin embargo, Katya podía sentir cómo cada día la acercaba más a Julián, aunque ella tratara de convencerse de que todo seguía siendo solo amistad. Era curioso cómo el tiempo podía ser tan largo y tan corto a la vez: largo porque cada día traía consigo nuevas emociones que necesitaban espacio para respirar; corto porque las conversaciones con él hacían que las horas se evaporaran sin darse cuenta.

Cada noche, después de que su hermano se dormía y el silencio reinaba en la casa, Katya encendía la luz de su habitación y se sentaba junto a la ventana, pensando en él. La luna iluminaba su escritorio, y los libros abiertos parecían observarla con paciencia. En esos momentos, su corazón se agitaba con un ritmo que ella apenas podía controlar. No sabía si era emoción, miedo, deseo, o la combinación de todos ellos, pero la sensación era constante. Julián había conseguido colarse en sus pensamientos, en sus miedos, en su rutina, sin que ella pudiera detenerlo.

El miedo era la emoción más persistente. Katya lo sentía en el estómago, en el pecho, en cada respiración. No quería ceder a esos sentimientos, no de manera completa y absoluta, porque confiar a ciegas había resultado doloroso en el pasado. Había aprendido a protegerse, a medir, a contener, y ahora se sentía vulnerable sin darse permiso de hacerlo. Cada sonrisa de Julián, cada palabra amable, cada gesto sutil, le recordaba que estaba jugando con fuego; que si lo permitía, se arriesgaba a ser herida otra vez.

Aun así, era imposible detener lo que sentía. Aunque intentara racionalizar, su corazón parecía tener vida propia. No importaba que el día estuviera cargado de responsabilidades: cuidar a su hermano, estudiar para las clases nocturnas, organizar la casa, intentar mantener todo bajo control. Por la noche, mientras todo dormía, su mente siempre volvía a Julián. Recordaba la forma en que hablaba, la manera en que sus palabras podían ser frías y cálidas al mismo tiempo, cómo sabía cuándo provocarla y cuándo mantenerse a distancia para dejarla pensar. Era un juego del que no podía apartarse, aunque quisiera.

El momento que lo definió todo ocurrió un domingo. Julián le había regalado un libro que ella había mencionado una y otra vez: “Un segundo para amar”. Lo recibió en su casa, cuidadosamente envuelto, con una nota que decía: “Para que leas lo que quieres sin prisa, pero pensando en mí.” Al principio, Katya no pudo evitar sentirse conmovida y vulnerable. Era un gesto pequeño, pero cargado de significado; una manera de acercarse, de tocar su corazón sin pronunciar las palabras que ambos temían.

Sostuvo el libro entre sus manos durante un largo rato. Lo acarició como si fuera un tesoro y, al mismo tiempo, sintió el miedo recorrerle el cuerpo. Porque aceptar ese regalo era aceptar algo más profundo: aceptar que sus sentimientos por Julián ya no podían negarse. Que había llegado un momento en que la distancia, las precauciones y la rutina diaria no bastaban para frenar lo que sentía.

Y así lo hizo. Lentamente, con miedo, con precaución, Katya se permitió rendirse a esos sentimientos que durante semanas había intentado ocultar. Se permitió aceptar que sí, estaba enamorada de Julián, y que el riesgo de salir herida era menor que la posibilidad de perderlo sin intentarlo.

El hecho de que no pudieran verse con frecuencia hacía todo más intenso. Su tiempo era reducido: de día, ella debía cuidar a su hermano; de noche, estudiar. Los sábados estaban casi siempre ocupados o agotados, y los domingos, aunque podría salir, prefería quedarse en casa, disfrutando de la tranquilidad que le daba poder pensar y sentir sin interrupciones. Cada momento que pasaba cerca de él, aunque fuera solo en pensamiento, era un pequeño regalo que valoraba más que cualquier otra cosa.

El arriesgarse no fue sencillo. Katya sabía que no podía ver a Julián con libertad, que su rutina y obligaciones limitaban sus encuentros. Y aun así, cada conversación, cada pequeño contacto, cada gesto de cercanía, los hizo acercarse de manera silenciosa, sin necesidad de etiquetar lo que estaban construyendo. Se trataban como novios sin que existiera la palabra, sin necesidad de definiciones. Para Katya, era raro, extraño incluso, pero no podía negar que estaba feliz. Y más importante aún, se sentía viva, vibrante, pese al miedo constante de ceder demasiado.

El miedo no desaparecía, solo se transformaba. Ya no era un miedo que la paralizaba, sino un temor consciente, un recordatorio de que amar siempre implicaba riesgo. Pero ese riesgo era, al mismo tiempo, un combustible: lo que la hacía sentir que valía la pena, que cada pequeño gesto, cada sonrisa, cada conversación que se extendía hasta la madrugada, tenía un valor infinito.

El libro se convirtió en un símbolo silencioso de lo que habían construido: de la paciencia, de la cercanía, de la emoción contenida que ambos compartían. Cada vez que lo abría, Katya sentía una mezcla de felicidad y miedo, de dulzura y tensión. Lo leía lentamente, saboreando cada página, como si al hacerlo pudiera mantener a Julián un poco más cerca, aunque su tiempo físico juntos fuera limitado.

Con el tiempo, se dieron cuenta de que habían comenzado a comportarse como novios, sin necesidad de hablarlo. Había un cuidado mutuo, un cariño que se percibía en cada gesto, en cada palabra, en cada pensamiento. Katya lo sentía en su piel y en su mente, en su forma de sonreír cuando escuchaba su nombre, en la manera en que organizaba su día para poder tener al menos un momento para pensar en él. Y aunque nunca lo verbalizaron, sabían que ese lazo era más fuerte que cualquier definición formal.




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