Puerto Edehlan se extendía ante sus ojos como una sueño: casas blancas con tejados de terracota, callejones serpenteantes que descendían hasta los muelles, y un bullicio que era imposible ignorar. Pero lo mejor era ese brillo indescriptible y cegador que parecían tener todas las cosas aquí, tal vez era efecto de la arena iridiscente, pero aún así le parecía exagerado. Nunca había visto nada parecido, ni siquiera el agua reflejante del mar de Calypso era tan hermosa.
—Bueno muchacho, esta es tu parada— el Capitán había llegado a su lado en algún momento. Theo notó con absurdez que su barba gris combinaba bien con la arena. Todo parecía quedar bien con la maldita arena.
—Sí.
—El “MediaLuna” vendrá a este puerto cada que Artemisa se asome en el cielo—le comentó, como si hablara de ron—, por si algún día quieres tomar algo y cantar con las solas.
Con un nudo apretando su corazón, Theo asintió y le dió un medio abrazo al que había sido su Capitán desde los seis años.
—Gracias— le dijo en voz baja—. Gracias.
Por recibirlo en su barco, por darle cobijo, por enseñarle a hacer nudos, a pescar, a trapear y tallar, a negociar, a cocinar, a manejar el timón, a leer mapas, a reconocer estrellas, a identificar aguas, a reconocer límites que no se veían… gracias por todos estos años en que le había dedicado tiempo, cuidado y el cariño de un padre. Gracias. Gracias. Gracias.
No encontró las palabras en su lengua, pero la palmada que le dió en capitán en la espalda fue suficiente para saber que había entendido todo lo que quería expresar.
—Pudiste haber sido el mejor de los capitanes, Theo, pero la vida quiere más para tí— le dijo, separándose de él, pero manteniendo sus manos sobre sus hombros en aquel agarre fraternal que solo conocía gracias a él—, no dejes que la decepción presente arruine el gran futuro que te espera.
Theo solo lo miró, sin saber qué decir a eso. Es decir, entendía, pero seguía sin estar conforme.
—¿Te ha quemado la lengua la sal o porqué no me respondes, muchacho?
—Lo entiendo— dijo.
—¿Y eso de qué me sirve si no lo prometes?— el Capitán le sacudió los hombros bruscamente—. Hablo enserio, Theo, quiero que la siguiente vez que sepa de tí se me diga que eres grande. No te enseñé tanto para que seas poco, chico. Complace a este viejo y déjalo verte partir, sino feliz, sí con la determinación de que vas a salir adelante.
Era una promesa difícil, pero el Capitán merecía que la hiciera, así que lo hizo. Prometió y sonrió.
—Voy a hacer esto bien.
La mirada que le dió su mentor fue exactamente la misma que le mostró la primera vez que lo vió usar el timón. Tenía siete años y ningún permiso para estar cerca de él, pero aún así no dudó en ir y quedarse ahí toda la noche para mantenerlo en la ruta correcta. El Capitán había quedado inconsciente después de beber y la mañana siguiente estuvo tremendamente asustado por haberlos perdido, pero cuando vió que Theo mantuvo el destino, sintió esperanza. Esperanza y orgullo.
Justo como ahora.
El Capitán del “MediaLuna” soltó su agarre de él y con una sonrisa enorme, le extendió la mano.
—Archiduque, bienvenido a su reino.
Theo la estrechó con una sonrisa ligera. Y cuando se soltaron, el Capitán se alejó sin mirar atrás.
Solo después de perderlo de vista fue que notó el peso extra en su mano: era un anillo. Theo quedó sin palabras al mirarlo bien. No era solo un anillo, era el anillo del Capitán que, además, tenía una pequeña brújula para “siempre tener el destino en las manos”.
La primera vez que preguntó por su existencia, Theo tenía diez. Ya habían pasado cuatro años desde que se unió a la tripulación, pero seguía siendo poco más que un grumete. Fue después de una noche particularmente difícil en alta mar, cuando la tormenta parecía dispuesta a hundirlos y todo lo que podía hacer era aferrarse al mástil mientras los más experimentados trabajaban como poseídos.
A la mañana siguiente, exhausto y magullado, vio al Capitán observando el anillo fijamente mientras maniobraba el timón. Con la curiosidad propia de su edad, Theo se acercó, señalando la diminuta brújula que descansaba en el centro del aro.
—¿Para qué sirve eso? —preguntó, con la voz aún temblorosa por el miedo de la noche anterior.
El Capitán lo miró, primero con sorpresa y luego con una sonrisa.
—Para recordar que siempre hay un rumbo, aunque no lo veas —respondió, girando el anillo para que la brújula atrapara la luz—. Y que un buen capitán nunca pierde su destino porque siempre está en sus manos.
Después de ese día, Theo nunca dejó de imaginar que conseguiría algo así. Con los años tendría más que un par de monedas de los botines, él podría escoger algo y sería igual de bueno que lo del capitán.
Ahora, años después, el anillo que nunca se había atrevido a codiciar estaba en su mano, y su significado pesaba más que nunca.
Theo observó el regalo con una mezcla de asombro y reverencia. La pequeña brújula en su interior capturaba la luz del sol, haciendo que los detalles de su grabado parecieran danzar. Ese objeto, tan personal y simbólico, no solo era una herramienta: era un legado, un recordatorio constante de quién había sido y quién debía seguir siendo.
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Editado: 04.02.2025