Nuestra vida como Archiduques

Capitulo 4: Hogar Ajeno

El que se subió hace una semana no estaba coreegido, disculpen.

Eldin asintió sin perder su aire tranquilo. Luego se dirigió a sus dos amigos para saludarlos también, aparentemente ajeno a la tensión que flotaba en el ambiente.

Theo, en cambio, seguía tenso mientras revolvía la comida con incomodidad, y sin dejar de observarle de reojo. Era como si su sola presencia desafiara las reglas más fundamentales del mundo, de todo lo que era correcto.

En Ferrum, los donceles eran un error de la naturaleza, una prueba viviente de que la magia sagrada –que había creado todo– también se equivocaba. Criaturas hermosas, pero malditas. No eran hombres, ni mujeres, ni siquiera podía decirse que complementaran su alma con mitades iguales de ambas cosas. No podían blandir una espada con honor ni portar el legado de su familia con orgullo. No podían traer guerreros al mundo, solo aberraciones. Eran algo que no debía existir.

Se decía que estaban condenados cuando tenían su revelación a los cinco años, pero Theo creía que su vhordreak (infierno) comenzaba desde que nacían. Se les hacía vivir y se les trataba como personas normales por sus primeros años solo para después arrebatarles todo eso cuando comenzaban a mojarse. Cuando eso sucedía, ya no quedaba duda de quiénes eran; algunos eran ocultados como un secreto vergonzoso dentro de sus propias familias, otros eran expulsados de sus khantris (clanes) y los más desafortunados simplemente no sobrevivían.

Y, sin embargo, aquí estaba Eldin.

Su sola existencia era una afrenta, y su actitud lo volvía aún peor. Eldin era amable, cálido, tan tranquilo como si no fuera consciente de lo que era. A Theo le costaba mirarlo sin sentir que sus nervios colapsaría.

Es decir, claro que sabía que en otros continentes los donceles son medianamente aceptados. En Silver le tocó conocer a la pareja de un importante comerciante de telas, que era doncel. La gente en aquel puerto lo respetaba igual que al hombre que acompañaba. También sabía que en Cuprum era bastante común que los gobernadores de provincias, príncipes y hasta el mismísimo Sultán tuvieran algunos como amantes, incluso reconocían a los hijos que se manifestaban como uno. Theo había tenido algunas interacciones y acercamientos con ellos, pero nunca a tal punto de compartir la mesa con uno.

No dejó de observar con discreción durante el resto de la cena, pero al mismo tiempo evitaba su mirada y cualquier intento de conversación. Mientras tanto, sus amigos y la familia charlaban entre sí, sin notar la incomodidad que Theodore se esforzaba por mantener oculta bajo su piel. Ahora no solo por el ambiente y la cultura cálida de Adamas, sino por su sociedad.

El contraste con Ferrum era demasiado fuerte. Allí, los hombres eran rígidos y severos. Theo aún recordaba cuando su padre había azotado a diez jovencitos solo por reír en plena calle… Solo jefes, guerreros y navegantes tenían derecho a alzar la voz; los demás debían inclinar la cabeza y escuchar. Solo los más fuertes eran reconocidos.

Pero aquí… Eldin hablaba con naturalidad, bromeaba, sonreía con confianza. Era aceptado. Aquí un doncel sonreía en la mesa, sentado y libre de juicios. Y nadie parecía ver nada malo en ello.

Theo bajó la mirada y continuó comiendo en silencio. Si iba a quedarse allí, si iba a vivir en Adamas… por los dioses, si iba a gobernar tierras Adamasís tenía que adaptarse. Aunque la idea lo asfixiara.

Se encontró preguntándose cómo iba a poder alejarse de todo lo que había conocido en su tierra, donde la desconfianza criaba a los niños y la ambición regía incluso en las salas familiares… y cómo es que, después de eso, él aceptaría y predicaría la calidez adamasí.

Al final de la noche, a Theo y a los chicos les dieron un espacio en la cocina. Descansaron en un tapete tejido, que era casi tan cómodo como las hamacas que compartían en el MediaLuna; los señores de la casa les dieron una cobija enorme de lana escarlata que tenía piedras color coral bordadas.

—Esto los mantendrá calientes— les explicó Liora, mientras los arropaba como si fueran niños. Este gesto le habría puesto alerta de no ser porque Eggie siempre lo hacía cuando Cedret y él lo olvidaban—. Son fueguillos, piedras de calefacción.

Estaban escépticos al principio, pero unos momentos después, cuando el calor les acarició la piel, los tres miraron a la señora de Aldi con ojos curiosos.

—¿Cómo funciona esto?— preguntaron.

—Son cristales que se forman en la parte inferior de los volcanes— explicó—. Beben el calor del suelo y del cielo por igual. La tela ayuda a que liberen el calor de manera uniforme, sin quemar. Por eso las bordamos en las mantas, para que el calor se distribuya bien mientras duermen.

¿Y nunca se enfrían? —preguntó Cedret, escéptico.

—Claro que sí, muchacho —respondió ella con una risita—, pero tardan bastante. Depende de cuánto sol reciban. Si las dejas a la intemperie todo el día, estarán calientes hasta el amanecer. Y si las acercas a una fogata, retendrán ese calor aún más tiempo.

Theo miró la manta con renovado interés, pasando los dedos por las piedras coralinas cosidas en la lana. Era un invento simple, pero ingenioso. Algo tan cotidiano para Liora y los suyos que ni siquiera parecía extraordinario.




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