Siete meses pasaron demasiado lentos.
Mucho. Muy. Desgraciadamente lentos.
Pero finalmente el invierno entró en los valles. Eso siempre significó mucho para el reino, principalmente porque, con los fríos, comienza la temporada de descanso del reino entero. No más trabajo de campo, solo disfrutar de las provisiones que juntaron durante el año. Ferias en el centro del pueblo, bailes en las casas de nobles y el castillo.
Paisajes hermosos en cada esquina gracias a que las calles están iluminadas por luces azules y moradas por las flores del invierno.
Sin embargo, este año había una mejor razón para esperar el invierno con ansias enfermizas.
Se cumplían nueve meses desde que el compromiso fue pactado, eso significaba que debían emprender el viaje a la capital para llegar en primavera y celebrar la boda. Su boda. De Lorena Vandeleur y el Archiduque Van Eck.
Lorena gritó cuando se dió cuenta.
Un nudo cálido y desesperado crecía en su pecho, como si el retrato cobrase vida cada noche para recordarle lo cerca –y lo lejos– que estaba todo.. Es decir, los primeros meses todo fue normal. Sí, quizá veía el retrato todas las mañanas y todas las noches y prácticamente lo tenía al lado de su almohada, pero por lo demás estaba normal.
El problema comenzó en el octavo mes, cuando cumplió dieciséis. Finalmente alcanzó la edad necesaria para casarse. La Reina Adriel hizo una fiesta enorme con todo el mundo invitado al patio del palacio, celebrando a la niña que se despedía, la mujer que nacía y la futura Archiduquesa que sería.
Y ahí se hizo el anuncio. El Rey Fredrick lo hizo.
—Es un honor para esta familia —declaró el Rey Fredrick, con su copa en alto y su voz retumbando entre los muros del palacio— presentar a Lorena Marie Vandeleur, que no solo ha alcanzado la edad para desposarse, sino que ha demostrado ser merecedora del más noble de los compromisos: unión con el Archiduque Van Eck.
Y entonces fue como si el aire del patio se congelara.
Lorena recuerda que, por un momento, nadie supo si aplaudir o inclinar la cabeza. Pero después, como obedeciendo una orden no dicha, las damas suspiraron al unísono, los nobles brindaron con sonrisas estudiadas, y el coro real entonó una melodía suave que nadie escuchó realmente.
Ella sintió que todo su cuerpo se tensaba, como si acabaran de nombrarla reina, mártir o algo peor.
“Merecedora del Archiduque.”
Merecedora.
¿Qué significaba eso, exactamente?
A partir de ese día, todo cambió.
Y no porque el compromiso fuera malo.
Sino porque, desde ese día, Lorena ya no fue libre de ser ella.
Solo la futura Archiduquesa.
Nadie lo dijo, no se lo impusieron, simplemente actuaron con la propiedad y el respeto que ella se merecía ahora.
Las damas mayores ya no le hablaban como antes; ahora la miraban con respeto lejano. Las demás nobles adolescentes dejaron de competir con ella y empezaron a imitarla, en todo. Incluso las hijas del Marqués Bonaldi, que la despreciaban por ser amiga de Sumire, comenzaron a aparecer por su casa tres veces a la semana con excusas tontas pero que ni Lorena ni su padre podían rechazara a menos que tuvieran la suerte de que Lyam estuviera ahí y las echara del lugar llamándolas “Víboras Bonaldi”. Esa parte fue aterradora, si debe ser sincera.
Por otra parte, la reina y la institutriz duplicaron la carga de trabajo, le exigían modales impecables, postura inquebrantable, gracia eterna…
Las flores de su tocador cambiaron de color sin que ella lo notara.
Y poco a poco, su vida se convirtió en aprender cómo estar a la altura de su nuevo título.
Empezó a medir cada palabra antes de hablar. Cada paso antes de darlo. Cada sonrisa frente al espejo. Se volvió cortés hasta con las paredes, perfecta hasta en sus silencios, y tan delicada que parecía de cristal.
Dejó de hablarle al retrato, de escribir versos para él, de pintar cuadros con los que adornar su casa y comenzó a estudiar qué podría decir en la corte, cómo pararse frente a los reyes, qué clase de productos se comercian en la capital y en el Ducado que van a gobernar.
Se obligó a aprender todo lo que necesitaría en su nueva posición. Estudió las leyes de comercio, los reglamentos militares y la etiqueta real. Incluso acompañaba a Lyam en sus entrenamientos para dominar otras armas además del arco, un arte que le habían enseñado desde los seis años, pero que abandonó en cuanto dejó de ser obligatorio.
Sabía lo básico, aunque el verdadero experto era Lyam. Quizá podrían aprovechar la visita a la capital para darle su nombramiento oficial… o quizá no. De cualquier forma, faltaban pocos años para que tomara el título de su padre: Conde y Arquero del Valle.
Y eso no era poca cosa.
Los Vandeleur eran una de las cinco casas con derecho a portar las armas fundacionales del continente. El arco pertenecía al Valle, como las lanzas a las Costas, el hacha a los Bosques y la espada a la Capital.
El arco era el arma del valle, y los Vandeleur, sus arqueros.
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Editado: 28.07.2025