Nuestro Comienzo entre Sombras

CAPITULO 1: CRISTIAN

En un pueblo muy lejano de Mississippi, en los años 50, vivía un niño que se ganaba la vida vendiendo caramelos y limpiando zapatos. Tenía apenas doce años, pero ya debía hacerse cargo de su hogar.
Ese día había ido a la iglesia, esperando vender un poco más, pero la gente lo miraba con desprecio. Lo juzgaban por ser pobre, por su ropa desgastada y las manos sucias del trabajo.

Mientras caminaba por el pasillo, abrazando su cajita de caramelos, una voz lo sorprendió.

—Hola… ¿sabes dónde puedo encontrar al padre Tomás? —preguntó un niño de su misma edad, claramente de familia adinerada. Su ropa era nueva, sus manos limpias y olía a colonia cara.
El niño pobre no podía dejar de mirarlo.

—¿Hola? ¿Me escuchas? —repitió el niño rico, confundido por la mirada fija del otro.

—Ehh… sí, disculpe —dijo el niño saliendo del trance y haciendo una pequeña reverencia—. El padre Tomás está en la cocina, es su hora de llegada. —Señaló la puerta grande a unos dos metros.

—Gracias —respondió el niño rico, alejándose. Pero de repente regresó.

—Por cierto, ¿cómo te llamas? Yo me llamo Nicolás. —Extendió la mano.

El niño pobre dudó. Nadie le había puesto realmente un nombre. En casa solo le decían “Ocho”, por ser el hijo número ocho.

Ocho… ese será mi nombre, ¿no? ¿Tan importante es uno? Mi mamá dice que no soy tan importante como para merecer uno…
Pensó mientras miraba a Nicolás, confundido. Jamás alguien se había interesado tanto en él.

—No tengo nombre… mi familia me dice Ocho —contestó nervioso, jugando con sus caramelos y moviendo su pierna derecha sin parar.

—¿Cómo que no tienes nombre? —Nicolás soltó una risa, no burlona, sino de incredulidad.

Ocho asintió, avergonzado.

—Entonces… ¿te puedo poner uno? —preguntó Nicolás, alegre, robándole un caramelo sin pedir permiso.

—¿Quieres… ponerme un nombre? ¿Por qué? —preguntó sorprendido. Nadie jamás se había preocupado tanto por él, mucho menos para darle un nombre.

—Porque todos necesitamos uno —respondió Nicolás, levantando la mano para acariciarle la cabeza. Ocho se apartó de inmediato, con un reflejo de miedo que hizo que Nicolás frunciera el ceño.

—Tranquilo. Solo quería acariciarte. No te haré nada, Cristian —dijo con suavidad, y esta vez sí logró tocarle la cabeza.

—¿Cristian? —repitió el niño, sin entender.

—Ese será tu nombre desde ahora. ¿Te gusta? —sonrió Nicolás.

—¡Nicolás! —Una mujer apareció furiosa, acercándose a ellos. Apartó de un manotazo la mano de su hijo y le limpió la piel con un trapo.
—No queremos tus sucios caramelos. Lárgate, niño. —Empujó a Cristian con desprecio y jaló a su hijo.

Cristian retrocedió, haciendo una pequeña reverencia, y se alejó para seguir vendiendo. Cada cierto paso volteaba a ver al único chico que lo había tratado como una persona, no como un estorbo.
No entendía por qué alguien tan noble le había hablado con tanta amabilidad. Las únicas personas que lo trataban bien eran sus dos amigos: Laura y Ezequiel, hijos de una costurera que a veces le daba de comer.

—Caramelos, caramelos, a solo un centavo… —gritaba Cristian mientras caminaba por el pueblo.

Después de otras cinco horas caminando y vendiendo, por fin pudo ir a casa. Dejó su caja de caramelos en su “cuarto”, aunque en realidad era solo un viejo cobertizo. Tomó su caja para limpiar zapatos y se dispuso a salir.

—¿A dónde vas, mocoso? —gritó su madre desde la cocina. Su voz le provocó un escalofrío.

—V-vo-voy a seguir trabajando, mamá —respondió bajando la cabeza, tartamudeando del miedo.

—Lárgate —ordenó sin mirarlo. Él tenía prohibido entrar a la cocina.

Cristian salió rápido y volvió a caminar, ofreciendo limpiar zapatos y recibiendo insultos como respuesta.
Trabajó otras cinco horas. Y lo peor es que no regresó a casa: caminó directo al restaurante donde lavaba platos. Ahí le daban a veces las sobras, así que era su trabajo favorito… aunque fuese el más cansado.

Al menos ahí podía comer.




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