Nuestro Comienzo entre Sombras

CAPÍTULO 2: CORAZONES INQUIETOS

cristian

—Ey ocho bota la basura —le dijo un señor mayor malhumorado que olía a cerveza vieja y mariscos.

Ocho otra vez ¿será que le corrijo? No importa, igual no creo que vuelva a escuchar ese nombre y tampoco es como que vaya a hacer caso, es más probable que me pegue.

—Oye niño ¿me escuchaste? —le dijo el señor dándole con el trapo de limpiar en la cabeza.

Cristian/Ocho solo asintió y salió a botar la basura que estaba atrás de los lavaderos del restaurante y que no tenía un buen olor precisamente. Justo cuando estaba regresando se paró al oír pasos rápidos.

—Ey Cristian —escuchó una voz que recordaba, pero no pensó volver a oírla ni verlo. Al voltear a verlo lo vio cansado y algo sudado.

—Hola, ¿me puedes hacer un favor? —Nicolás habló rápido y cansado por haber venido corriendo.

Cristian solo asentía con el corazón a mil del susto y miraba a todos lados para comprobar que no había nadie.

—Necesito que me escondas, mis padres quieren que me junte con la hija del pastor Miguel, pero esa niña no me cae bien, siempre actúa como si ella fuera la reina y es muy engreída —dijo volteando los ojos mientras lo jalaba buscando un escondite.

—Hay un cobertizo que nadie entra y es donde voy siempre —le dijo Cristian bajito y llevándolo para allá.

El cobertizo me lo dio el señor Luis cuando una vez vio que algunos de sus trabajadores me robaban mi comida y la tiraban, y eso que él solo vio lo más leve. Una vez me obligaron a comérmela del suelo y yo no podía negarme. Aún me acuerdo lo que me dijo cuando me dio el cobertizo:

—Ocho, este va a ser tu lugar, si tienes algún problema solo ven aquí, toma —me entregó la llave del lugar y yo solo le agradecí. Ese mismo día el señor despidió a esas personas y esa fue la primera vez que alguien me defendió de otras personas, la primera vez que alguien creía en mí, en mi palabra.

Los niños se dirigieron al lugar que no estaba tan cerca pero tampoco lejos, corrieron para que no pudieran verlos y al llegar se sentaron en el suelo.

—¿Qué haces tú por acá? —habló Nicolás rompiendo el silencio, pero Cristian no respondía, solo miraba la puerta con la esperanza de que nadie entrase. Estaba tan ansioso que no paraba de mover la pierna hasta que sintió una mano en su pierna y por unos segundos Cristian miró la mano en su pierna en shock, con su cara toda roja, hasta que se paró sobresaltado con su corazón latiendo fuerte.

—Tranquilo, no tengas miedo, si te molesto me voy —dijo Nicolás triste, parándose despacio para irse.

—Per-perdón, me asustaste, puedes quedarte, me voy yo —habló Ocho deteniéndolo para que no se vaya.

—Igual yo tengo que seguir trabajando —dijo cansado abriendo despacio el cobertizo.

—¿Trabajar? ¿Qué? Los niños no trabajan, solo nos dedicamos a estudiar —dijo riéndose, pensando que era una broma.

—Yo sí, y si llego tarde me despiden, así que cuando se vaya por favor cierre la puerta —dijo regresando a su trabajo.

En la caminata de regreso, Ocho no podía dejar de pensar en lo que pasó y su corazón aún no se calmaba, igual que su cara que aún estaba toda roja.

Cristian regresó a su trabajo lavando platos, pero sus manos se movían automáticamente mientras su mente estaba en otro lugar. El agua caliente le quemaba los dedos agrietados, pero apenas lo sentía.

¿Por qué me puse así? Solo me tocó la pierna... Laura y Ezequiel me han tocado antes y nunca... nunca me puse así. ¿Por qué con él es diferente?

—Ocho, ¿estás bien? —la voz del señor Luis lo sacó de sus pensamientos—. Llevas diez minutos lavando el mismo plato.

—Sí, señor, disculpe —respondió rápidamente, bajando la cabeza.

El señor Luis lo observó un momento, pero no dijo nada más. Solo dejó un plato con sobras de pollo y puré en la mesa del cobertizo antes de irse.

Cristian terminó su turno pasadas las diez de la noche. Guardó las sobras en un trapo y caminó despacio hacia su casa, arrastrando los pies del cansancio. Trece horas de trabajo y apenas había comido.

Al llegar, la casa estaba en silencio. Entró sigiloso, tratando de no hacer ruido.

—¿Cuánto trajiste hoy? —la voz de su madre lo detuvo en seco.

—Veinte centavos de los caramelos, treinta de limpiar zapatos, y quince del restaurante, mamá —dijo extendiendo las monedas con mano temblorosa.

Su madre las contó, chasqueó la lengua molesta.

—¿Solo sesenta y cinco centavos? Eres un inútil. Mañana trabajas más.

No le pegó esa noche. Cristian lo tomó como una victoria.

Salió al patio y se metió en su cobertizo. Se acostó en el suelo de tierra con su trapo como almohada, tapándose con una sábana vieja y rota. El frío de diciembre se colaba por las rendijas de madera.

Cerró los ojos, pero el sueño no llegaba. Su mente seguía volviendo a ese momento en el cobertizo del restaurante.

La mano de Nicolás en su pierna. Su voz preocupada. "Tranquilo, no tengas miedo."

Nadie nunca le había dicho eso. Nadie se preocupaba si tenía miedo.

Cristian se tocó la pierna donde Nicolás lo había tocado, y su cara se puso caliente otra vez.

¿Qué me pasa?

Se quedó dormido con esa pregunta, sin saber que, al otro lado del pueblo, Nicolás tampoco podía dormir pensando en él.




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