Lucía despertó con el humor revoltoso esa mañana, ese tipo de energía que solo se activa cuando te sientes cómoda con alguien, lo suficiente como para molestarle sin culpa y esperar, con una sonrisa, que te devuelvan la jugada. Javier era su blanco favorito, y esa mañana no iba a ser la excepción.
Todo empezó por una palabra. Una sola palabra: mapache.
—¿Mapache? —escribió Lucía con tono de burla—. ¿Eso es lo mejor que puedes usar para describirme? ¿En serio? Estoy ofendida. Herida, incluso. Decepcionada. Pensé que éramos mejores que esto.
Javier, como siempre, tardó unos segundos en responder. Era lento para contestar cuando se trataba de bromas. Lucía sabía que le costaba seguirle el ritmo, pero eso lo hacía aún más divertido.
—Es un apodo lindo —respondió él finalmente—. Eres curiosa, adorable, un poco caótica. Como un mapache. Tiene sentido.
Lucía no se contuvo:
—Curiosa y caótica, sí. ¿Adorable? Mmm, debatible. Además, náhuatl atropellado suena más a cómo hablas tú cuando te pones nervioso, Javi. No intentes proyectar.
—Oye, eso fue innecesario —escribió él, seguido de un emoji de tristeza.
—Tú empezaste —respondió ella, acompañando su mensaje con un sticker de un mapache dramático desmayándose.
Luego le lanzó otra broma:
—Y por cierto, no puedes usar palabras sobre mi físico si no tienes el valor de mandar un audio. Lo dijimos. ¡Es una promesa! Si no cumples, pierdes derechos.
—¿Qué derechos pierdo exactamente? —preguntó él, jugando el juego.
—Los de coquetear, señor Javier. ¡Revocados hasta nuevo aviso!
Había algo en ese intercambio que no era solo humor. Había ternura, un tipo de confianza que solo se construye después de muchos mensajes, muchos silencios cómodos y muchas pequeñas heridas curadas con risas. Lucía se burlaba, sí, pero también se dejaba ver. Se abría un poco más con cada palabra juguetona.
Y entonces, cuando menos lo esperaba, su teléfono vibró con una notificación distinta: un audio.
Lucía abrió los ojos sorprendida. Era de Javier. Dudó unos segundos antes de darle play. Lo escuchó.
—Hola, Luci —empezaba la voz de Javier, algo tímida pero clara—. Sé que estás jugando, y sí, me lo merezco por no mandar audio antes. Pero solo quería decirte... que me haces reír como nadie. Que cada palabra tuya, incluso las que me comparan con un náhuatl atropellado, me hacen sentir más cerca de ti. Me gusta tu forma de ser, tu energía, tu locura. Y sí, te llamo mapache con cariño, no como insulto. Porque eres especial. Mañana hablamos, ¿sí? Prometo que será nuestra primera llamada de verdad. Buenas noches, Luci.
Lucía volvió a escuchar el audio una y otra vez. Lo guardó como un pequeño tesoro. No solo había cumplido su promesa, Javier lo había hecho con ternura.
Sonrió como una tonta frente al celular, abrazando la almohada. La emoción le apretaba el pecho. Mañana sería la primera vez que hablarían por teléfono. Cara a cara con las voces. Sin barreras. Sin excusas. Sin texto que intermedie el latido del corazón.
Y aunque todavía no lo dijeran abiertamente, ya se estaban enamorando.