Nueva luna ☆

Mi historia

Antes de que decidiera llamarse Lucía, hubo una vida donde su nombre era Mateo. Un nombre que cargaba como una etiqueta que no había elegido, una palabra que la definía ante el mundo pero que no le pertenecía en lo más profundo.

Desde muy pequeña —aunque el mundo aún la veía como niño— supo que algo era diferente. A los diez años, comprendió que le gustaban los niños, y se asumió como homosexual. Fue un descubrimiento que llevó en silencio por mucho tiempo, con el miedo incrustado en el pecho, porque incluso algo tan básico como eso ya parecía una lucha enorme.

A los trece años, la confusión creció. No solo era una cuestión de a quién amaba, sino de quién era. Empezó a identificarse como género no binario. Ninguna etiqueta encajaba del todo, pero al menos era un paso más cerca de su verdad. Cada día se sentía como si estuviera descifrando un rompecabezas emocional y físico que nadie más podía entender. Sentía que vivía entre líneas, entre pronombres que no se ajustaban, entre espejos que reflejaban una imagen ajena.

A los catorce, lo supo con claridad: era una chica. Una mujer trans. Se lo dijo primero a sí misma, mirándose al espejo una madrugada, con el corazón acelerado y los ojos brillantes por la emoción y el miedo. Lo susurró: “Soy Lucía.” Y, por primera vez, ese nombre le hizo sentir que respiraba de verdad.

Pero el camino no estaba completo. Lucía aún no había iniciado su transición de género. No porque no quisiera, sino porque el miedo todavía la rodeaba como un manto silencioso. Miedo a los juicios, a los rechazos, al dolor físico y emocional que implicaba enfrentar un mundo que muchas veces no estaba listo para aceptarla. Miedo a perder lo poco que había construido, a exponerse y quedar vulnerable.

No era cobardía. Era supervivencia. Era protegerse en un entorno donde ser trans aún podía significar peligro. Lucía quería vivir, quería ser libre, pero también quería estar segura. Y eso a veces significaba aplazar ciertos pasos, mantener una parte de su verdad oculta bajo capas de prudencia y silencio.

Siempre trató de encajar, aunque supiera que su alma pedía otros caminos. En la escuela, evitaba a los niños. Jugaban rudo, se empujaban, gritaban como si demostrar fuerza fuera lo único que importaba. Lucía no se sentía segura ahí. Su cuerpo, su forma de moverse, de hablar, la delataban ante quienes la señalaban como diferente.

Por eso, casi siempre se refugiaba en las niñas. Ellas la hacían sentir menos sola. Hablaban de cosas que la hacían reír, compartían cuentos, canciones, chismes inocentes. Le gustaba su mundo suave, colorido, donde el afecto no era un castigo ni un riesgo. Pero incluso ahí, sentía que algo faltaba. Como si aún no pudiera ser completamente ella.

Hubo días buenos. Hubo risas que guardó en el alma. Pero también hubo días oscuros. Gritos, rechazos, miradas que la atravesaban como cuchillos. Personas que le decían que lo suyo era una fase, que nunca sería una mujer “de verdad”.

Lucía creció entre esos contrastes: el deseo de ser amada y la necesidad de sobrevivir. La esperanza de un futuro mejor y la tristeza de no encontrar aún su lugar.

Y sin embargo, siguió. A pesar del dolor, de las dudas, de las noches en las que solo quería desaparecer, Lucía eligió existir como quien realmente era.

Su historia no era perfecta, ni fácil. Pero era suya. Y cada paso, cada lágrima, cada afirmación, la había llevado hasta aquí. Hasta Javier. Hasta este momento de amor, miedo y crecimiento.

Lucía ya no era Mateo. Y aunque la historia comenzara con ese nombre, no terminaba ahí. Pero aún no había llegado al final. La transición completa estaba pendiente. Y aunque el miedo la frenaba, también sabía que algún día, cuando estuviera lista, lo haría. Porque Lucía no solo quería vivir. Quería vivir como ella.




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