Lo que no se decir

Eran casi las dos de la madrugada cuando Lucía agarró el celular sin pensarlo demasiado. Tenía la conversación abierta con Javier, como tantas otras noches, pero algo dentro de ella no la dejaba tranquila. Esa sensación de ahogo, ese nudo en el pecho que se formaba cada vez que sentía que sus sentimientos no tenían el mismo valor para él.

Escribió despacio, como si cada palabra le costara el doble:

—El problema es que no sé confiar… y que siento que mis palabras no tienen significado para ti, cuando para mí las tuyas son todo.

Vio cómo los tres puntos aparecían y desaparecían. Javier estaba leyendo, pero no respondía. Y eso dolía. Dolía como un grito que no encuentra eco. Como una caricia que nunca llega.

No quiso quedarse a esperar la respuesta. Cerró el celular, lo puso boca abajo y se quedó en silencio. Las lágrimas comenzaron a salir sin permiso, resbalando por sus mejillas mientras el cuarto se sumía en la oscuridad.

Lucía encendió la lámpara de su escritorio, sacó su diario y escribió con letra temblorosa, como si necesitara dejar constancia de lo que no podía sostener más dentro:

“Hoy sentí que no valgo lo mismo. Que yo me desarmo por cada palabra que me dices y tú… tú no ves lo que significan las mías. Siento que camino descalza por un campo de dudas. Y cada vez que intento acercarme, me sangran los pies.”

“No quiero sonar rota. Pero a veces lo estoy. A veces solo quiero que me tomes la mano con palabras. Que me digas que no estoy exagerando, que mis miedos no te alejan, que mi intensidad no te cansa.”

Volvió a mirar el celular. No había respuesta. No aún.

Lucía abrazó su almohada y se dejó ir. Se durmió con el diario abierto y los ojos húmedos, preguntándose si algún día Javier sabría todo lo que ella sentía, todo lo que callaba. Y si aún con eso, decidiría quedarse.