La mañana siguiente no trajo consuelo. El sol entraba por la ventana como si no supiera que el mundo de Lucía había cambiado. O tal vez sí lo sabía, pero no le importaba.
No había respuesta de Javier. El mensaje seguía ahí, leído, sin contestar. El silencio era peor que una mentira. Era la confirmación de lo que ella temía: que sus palabras, tan cargadas de dolor, no habían hecho eco en él.
Lucía se levantó de la cama con los ojos hinchados y una presión en el pecho que la ahogaba. Se miró al espejo y no se reconoció. No por su apariencia, sino por lo que sentía dentro: una mezcla entre vacío, desilusión y cansancio emocional.
Tomó su diario, el mismo que la había acompañado desde el principio, y escribió con firmeza:
“Mi corazón todavía esta roto, pero ya no late por esperanza. Late por costumbre. Está cansado, desgastado, pero sigue aquí, porque no sabe cómo rendirse. Hoy mis lágrimas se secaron, no porque haya dejado de doler, sino porque ya no me queda agua en el alma.”
Intentó distraerse durante el día, pero todo le recordaba a él: las canciones que compartían, los emojis que usaba, incluso las pausas que hacía antes de responder. Se sentía sola, pero peor aún, se sentía invisible.
Esa tarde, abrió la galería de su celular y encontró una imagen que Javier le había enviado semanas atrás: un corazón roto. No era nada extraordinario, solo un emoji, pero en su momento había significado tanto.
Lo guardó en una carpeta nueva que llamó "Cosas que quise conservar".
Lucía entendió, mientras el atardecer caía, que tal vez estaba idealizando algo que no era recíproco. Que amar no debía doler así. Que su corazón merecía más que silencios.
Esa noche no lloró. No porque estuviera bien, sino porque había tocado fondo. Y cuando tocas fondo, solo te queda una opción: decidir si quieres quedarte ahí o comenzar a salir, aunque sea arrastrándote.
Cerró los ojos. Respiró hondo.
Y por primera vez en días, se dijo a sí misma:
“Tal vez no soy el problema. Tal vez solo estoy amando en un idioma que él no quiere aprender.”