Lucía tenía cicatrices que no se veían, pero ardían cuando alguien pronunciaba la palabra amor.
Sus exs no eran simples recuerdos, eran heridas que seguían sangrando por dentro aunque ella aprendiera a ocultarlas. No podía negar que hubo momentos lindos, dulces incluso, pero siempre terminaban manchados con decepciones, mentiras, y traiciones que la hicieron sentir que ella era el problema.
El primero, cuando aún no era Lucía, sino un Mateo confundido, fue un chico mayor de su escuela. Lo conoció por casualidad, compartían clase de arte. Él tenía novia. Lo que empezó como amistad terminó en una relación secreta, escondida tras mensajes que se borraban y miradas furtivas en el pasillo. Lucía, aún atrapada en un cuerpo que no sentía suyo, se aferró a ese cariño como a una tabla de salvación. Pero un día, la novia descubrió todo. Y él... la negó. Le dijo que era solo una broma, que “jugaba con la marica rara”.
Fue la primera vez que sintió asco de sí misma.
El segundo fue más cruel. Ya se presentaba como Lucía con algunas personas. Él era dulce, con voz suave y gestos que hacían que su corazón vibrara de ilusión. Le decía que ella era hermosa, que no le importaba su cuerpo, que quería construir algo con ella. Lucía le creyó. Se entregó emocionalmente por completo.
Pero él tenía otra vida. Otra novia. Otro teléfono donde vivía una relación que nunca pensó mostrarle. Un día, sin más, desapareció. Ella lo buscó. Llamó. Lloró. Le rogó por una explicación que nunca llegó. Hasta que una chica, desde otro número, le escribió:
“¿Tú eres Lucía? Soy su novia. Él te usó. Nunca te amó. Deja de buscarlo.”
Lucía sintió que el alma se le deshacía. No por la traición solamente, sino porque empezó a pensar que eso era lo único que merecía: ser la otra, la secreta, la que no se muestra.
El tercero fue más sutil, pero más destructivo. Una chica. Sí, una relación entre mujeres. Al principio, todo fue aceptación, ternura, conexión real. Lucía sentía que por fin había alguien que la veía. Que no le pedía explicaciones, que no la juzgaba. Pero el problema no era lo que le decían con palabras, sino lo que callaban con gestos. Celos. Manipulación emocional. Le decía cosas como:
“Te amo, pero eres demasiado inestable.”
“Si te arreglaras más, podrías pasar por una chica normal.”
“Me encantaría presentarte, pero sabes cómo son mis papás.”
Una vez, tras una pelea, la dejó plantada en una cita importante, y se fue con otra chica. Lucía la vio en redes, abrazada, besando a alguien más. Ella le escribió, y solo recibió un “me sentía sola, tú no estabas emocionalmente disponible”. Como si fuera culpa suya.
Esa fue la primera vez que Lucía pensó en desaparecer del todo.
Y después... uno que fue más físico que emocional. Un chico que parecía interesarse en ella, pero que solo buscaba sexo. La llenó de halagos, de promesas vacías. La hacía sentir deseada. Por primera vez, Lucía se sintió atractiva. Hasta que él empezó a pedirle fotos, videos, cosas que ella no quería hacer. Le decía que si no se los mandaba, se iría con otra. Lucía lo hizo. No por deseo, sino por miedo.
Él las compartió.
La humillación fue insoportable.
Lucía dejó de salir de casa por semanas. Bloqueó todas sus redes. Lloraba hasta quedarse dormida. No comía. No hablaba con nadie. Y lo peor no era lo que hizo él, sino lo que pensó ella: “Yo lo permití. Yo lo busqué. Yo lo merezco.”
Con los años, intentó rearmarse. Intentó amar de nuevo. Pero ya no se entregaba igual. Siempre había una barrera. Un muro invisible. Y por eso, cuando apareció Javier, con su voz dulce y sus palabras cálidas, Lucía no sabía si creer. No porque él hiciera algo malo, sino porque ella ya no confiaba ni en sí misma.
Los exs de Lucía le enseñaron a dudar de todo. A esperar lo peor. A no ilusionarse demasiado.
Pero también le enseñaron lo que no quiere. Lo que no necesita. Lo que ya no merece.
Y aunque nunca olvidará ese dolor —esas traiciones, esas infidelidades, esas promesas rotas— Lucía sabe que el hecho de seguir amando, de seguir sintiendo, de seguir soñando... es una forma de resistencia.
Una forma de decir: “No me rompieron por completo.”
Y ese pequeño milagro, ese susurro de esperanza… tiene nombre: Javier.
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