Nunca me casaré contigo

Capítulo 18

El gallo incansable de la vecina volvió a despertarme al amanecer. Cantó tan fuerte que ya no pude seguir durmiendo. Miré el reloj: ¡solo eran las seis y diez! Qué temprano… Pero el sueño ya me había abandonado. Recordé los besos y abrazos de Maxim de la noche anterior, nuestra velada dulce, incluso romántica, y suspiré. Espanté los pensamientos inoportunos y las lágrimas. Todo estaba dicho ayer: Maxim tenía novia, y yo… yo tenía pretendientes. Es decir, aún no eran novios, pero sí candidatos. Y hoy llegarían.

Me arreglé y me puse ropa sencilla: jeans y una camiseta. No sentía la menor intención de arreglarme como lo había hecho ayer para Maxim. Si alguien se interesaba en mí, que me aceptara tal como soy. Sin artificios. Embarazada. Exigente.

Porque, sin duda, tenía la intención de ponerles una prueba difícil a los aspirantes a ser mi marido. Pero ¿cuál exactamente? La verdad, aún no lo había pensado… Improvisaría. Y deseaba, con todas mis fuerzas, que ninguno lograra superarla. ¡Así de simple!

Salí en silencio a la sala, eché un vistazo a aquel aparato sobre la mesa, el mismo que había sido motivo de disputa el primer día que conocí a Maxim. Me detuve a contemplarlo con admiración: qué bien diseñado, todo perfectamente ensamblado. Me gustaba esa "bestia", porque gracias a ella había conocido a Maxim. Él quedaría en mis recuerdos como un destello de luz en este verano extraño y alocado, la imagen del hombre perfecto que algún día me gustaría tener.

Eché un vistazo al dormitorio, donde Maxim aún dormía. Me quedé observándolo un momento. Con el cabello despeinado y la boca apenas entreabierta, parecía un adolescente.

¡Basta, Marta, detente! Ayer ya aclaramos todo y pusimos cada punto sobre las íes.

Afuera el día era espléndido. ¡Qué maravilloso es el campo! Basta con cruzar el umbral y ya estás en plena naturaleza. No hace falta caminar ni tomar un autobús hasta el parque, como en Kyiv; aquí, el parque te espera justo en la puerta de tu casa.

Caminé hasta la cocina de verano y, de pronto, vi un pequeño perro peludo sentado junto a la entrada. Dormitaba, pero al escuchar mis pasos levantó la cabeza y me miró con grandes ojos ámbar. Nos quedamos observándonos en silencio por unos instantes.

—Hola —dije—. ¿Eres Cardo?

El perro se puso de pie, titubeó un momento y luego se acercó un poco, moviendo la cola con desgana. Enredados en su pelaje había algunos abrojos. No mostraba ninguna agresividad, así que me atreví a acercarme más. No es que les tenga miedo a los perros, pero Maxim me había dicho que este estaba medio salvaje. Seguramente nos había seguido por el rastro de anoche hasta mi casa. En el río no lo había visto, aunque Maxim mencionó que lo había vislumbrado escondido entre los sauces. Pero ahora, aquí estaba.

—Puedo darte algo de comer —le hablé con calma mientras pasaba junto a él. Los perros perciben las emociones; si temes, lo saben. Pero yo no le temía. Más bien, sentí lástima. Esta criatura también había sido abandonada, igual que yo.

Abrí la puerta de la cocina y entré.

—Ven, todavía quedan unos pastelillos de ayer. Aunque son de mermelada. Puede que no te gusten. Pero no tengo otra cosa. Debería ir a la tienda y comprar algo de embutido. O mejor aún, alimento para perros. Seguro te encantaría.

Mientras hablaba, él se quedó en el umbral, escuchándome atento, con una oreja levantada. Pero no entró. Desconfiado.

—Aquí tienes los pastelillos —dije, sacándolos de la bolsa—. Uno para ti y otro para mí. Y cuando Maxim despierte, lo mandaremos a la tienda a comprar algo mejor. Porque yo no pienso ir… Allí está Julieta.

Salí al patio, dejé el pastelillo en el suelo y me senté en el banco a comer el mío.

El perro lo olfateó y, de repente, lo engulló de un solo bocado. Luego me miró de nuevo, moviendo la cola con más entusiasmo.

—¡Vaya, tenías hambre! Pero, lo siento, no tengo más. Habrá que cocinar algo, y entonces también te tocará un poco…

El perro se sentó en el suelo y me escuchó en silencio. Inteligente. Pero no me gustaba su nombre, Cardo.

—Habrá que encontrarte otro. O recordar el tuyo verdadero. ¿Cómo te llamabas en tu vida anterior? ¿Polkan? No, ese nombre es para perros grandes. ¿Tuzyk? Tampoco. Eres un perro elegante, veo que tienes raza…

En efecto, se parecía a un fox terrier, blanco con manchas marrones y negras. Pero ahora sucio, enmarañado y gris en vez de blanco. Su barba, característica de los fox terriers, estaba oscura y colgaba en mechones sucios.

—Necesitas un baño —le dije con severidad—. Aunque seguro no te dejarás. Y capaz que sales corriendo. ¿Solo viniste a echar un vistazo a mi casa? ¿O a pedir comida?

Hablaba y él me escuchaba, movía las orejas y ladeaba la cabeza de un lado a otro.

—Hagamos un trato: si decides quedarte aquí conmigo y ser mi perro, entonces te baño. Pero tienes que aguantar. Y también te buscaré un nombre. ¿Qué dices? Luego iremos juntos a la tienda a por embutido. Abre a las nueve, creo. ¡Al diablo con Julieta! ¿No voy a vivir con miedo de ella toda la vida? ¡Igual tengo que ir a comprar! ¿Qué dices, aceptas el baño?

El perro inclinó la cabeza otra vez.

Lo tomé como una señal de aprobación y me puse de pie. Fui al pozo y comencé a sacar agua. De verdad necesitaba un baño. Si se quedaba, claro. Sabía que los fox terriers eran perros muy listos. No dudaba de que había entendido todo.




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