Oniros. Amor entre dos mundos

Capítulo 1 – La noche robada

En la vigilia, los relojes marcaban las dos de la madrugada.
En el Reino del Sueño, el tiempo no existía.

Morfeo descendía, como cada noche, envuelto en su manto de sombras líquidas.
Sus alas, hechas de niebla y susurros, rozaban las mentes dormidas de los humanos, tejiendo con hilos de luz sus sueños más dulces.
Aquella noche, su destino era una joven.
Una humana de apenas veinte años, de alma tan pura que los sueños la visitaban con timidez.
No conocía la lujuria ni el deseo, ni el roce de otro cuerpo. Solo soñaba con los jardines donde había jugado de niña y con el olor del pan recién hecho.

Su nombre, perdido en la bruma del sueño, era Evelyn.
Y su mente era un santuario de calma, un lugar que Morfeo rara vez encontraba.

—Duerme, pequeña— susurró el dios, posando una caricia en el aire.
Su voz no era un sonido, sino una vibración que el alma reconocía.
De su toque brotaron flores de cristal y un lago plateado se abrió bajo los pies de la joven dormida.
Ella sonrió en sueños.

Pero entre los pliegues de ese paraíso tejido, algo oscuro se movía.
Una grieta se abrió en el firmamento del sueño y dos presencias cruzaron el umbral.

Una, la bruja —de cabello blanco como la ceniza y ojos del color de los relámpagos—, sostenía un cuenco de ónix donde hervía una sustancia que olía a magia vieja y prohibida.
La otra, la Harpía Eristeia, se deslizó tras ella con una sonrisa de colmillos finos.

—¿Estás segura de que es esta la elegida? —preguntó la Harpía, observando el cuerpo dormido de la humana—. Parece... demasiado inocente.

—Justamente por eso —respondió la bruja, sin levantar la vista—. Solo una mente sin deseo puede albergar el toque de un dios sin despertar sospechas.

Morfeo no las vio.
Ellas no pertenecían al sueño, sino a los márgenes de él, al velo que separaba lo divino de lo profano.

Eristeia extendió su mano, dejando caer sobre el lago una gota del brebaje.
El agua centelleó, y el paisaje comenzó a cambiar.
Los pétalos se tornaron de un rojo profundo; el aire se llenó de un aroma cálido, y el cuerpo de la joven soñadora tembló.
El susurro de Morfeo se transformó en un gemido apenas contenido.

—¿Qué es esto? —murmuró el dios, confundido, al sentir cómo su propio deseo despertaba.

—Un sueño... —susurró Eristeia desde la oscuridad—. Solo un sueño más hermoso.

Evelyn lo miró.
En el reino de los sueños, sus ojos —que en la vida eran castaños— ardían ahora con reflejos dorados.
Lo llamó por su nombre, aunque jamás lo había oído.
Y cuando Morfeo la tomó en sus brazos, el universo entero pareció suspenderse.

Fue un encuentro breve, etéreo, pero suficiente.
La pasión, forzada por la magia, cruzó el límite entre el mundo de los dioses y el de los mortales.
En el instante en que su aliento se mezcló con el de ella, una chispa escapó de su cuerpo.
Una chispa que no pertenecía a ningún sueño.

La bruja la atrapó en el cuenco, antes de que el dios notara su ausencia.
El fuego del brebaje se tornó azul.

Eristeia rio suavemente.
—Lo tenemos. Su esencia.

Morfeo, ignorante, besó la frente de la joven y desapareció, dejando tras de sí un cielo sin estrellas.

En la oscuridad que siguió, la Harpía y la bruja se miraron.
El aire olía a humo y promesa.

—Llévame a la vigilia —ordenó Eristeia—.
El hijo de Morfeo nacerá... y cuando lo haga, los sueños serán míos.




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