Oniros. Amor entre dos mundos

Capítulo 2 – El hijo imposible

El amanecer llegó como un golpe de realidad.
Las luces frías del hospital se reflejaban en el acero quirúrgico, y el olor a desinfectante era tan penetrante como un exorcismo.
Allí, en un cuerpo que no era del todo suyo, la bruja abrió los ojos.

Su nueva piel pertenecía a una mujer de carne y hueso: Dra. Cassandra Lira, ginecóloga especialista en fertilidad.
Su nombre brillaba en una placa dorada sobre el escritorio.
Su rostro humano era sereno, casi bello, pero sus ojos… sus ojos aún guardaban destellos de tormenta.

La bruja se sentó frente al espejo del consultorio y sonrió sin alma.
—La vigilia… —murmuró, tocando su reflejo—. Aquí todo parece tan real… y sin embargo, todo duerme.

Tras ella, la Harpía Eristeia se materializó con un aleteo seco.
Ya no tenía alas visibles, solo un cuerpo humano —alto, perfecto, con una belleza inquietante que hacía que la gente la mirara dos veces sin entender por qué—.
Había escogido bien su envoltura: un disfraz humano con acceso ilimitado a dinero, poder y deseo.

—¿Estás lista? —preguntó la Harpía, observando las jeringas y tubos que descansaban sobre la mesa metálica—. No tenemos siglos para intentarlo, como los dioses. Aquí el tiempo se gasta.

—Lo estaré cuando la ciencia lo esté —respondió la bruja—. Pero primero debemos preparar la materia.

Sacó del interior de su bata un pequeño frasco de cristal oscuro. Dentro, como una luciérnaga atrapada, brillaba la esencia de Morfeo: una chispa azulada que latía suavemente, viva y poderosa.
Era el eco de un dios, pura energía onírica, conteniendo más magia de la que ningún humano podría resistir.

—No puede implantarse en tu cuerpo así —advirtió la bruja—. Si lo haces, tu sangre estallará en fuego.

Eristeia arqueó una ceja.
—¿Entonces?

—Tendremos que adaptarlo. Mezclar lo divino con lo mortal.

La bruja encendió un pequeño quemador de alcohol, colocó sobre él un cáliz médico —no de oro, sino de acero quirúrgico—, y vertió dentro gotas de su propia sangre.
El aire se llenó de olor a hierro y ozono.

—De mi carne a la suya, de la noche a la vigilia…
Que el hijo de los sueños respire en el mundo que no duerme.

El líquido burbujeó. La luz azul del frasco se disolvió en rojo, luego en blanco, luego en nada.
Solo un leve temblor del aire anunció que la fusión estaba hecha.

Eristeia extendió la mano y el cáliz respondió, elevándose hacia ella.
—Entonces comencemos.

Durante semanas, los laboratorios de fertilidad de la doctora Cassandra Lira se convirtieron en templos silenciosos.
Entre batas blancas y protocolos médicos, se llevaron a cabo rituales disfrazados de ciencia: recolección de óvulos, intentos de fertilización, transferencias fallidas.
Cada noche, mientras el personal humano dormía, la bruja y la Harpía manipulaban los microscopios y los incubadores como si fueran altares.

El esperma divino se resistía.
Se disolvía, desaparecía, se negaba a anidar en materia mortal.
Una y otra vez, los embriones se formaban y morían, dejando tras de sí un rastro de ceniza en el aire.

Hasta que algo cambió.

Una madrugada, la bruja percibió un pulso débil en uno de los embriones congelados.
Un latido imposible.
—Respira… —susurró, con una mezcla de miedo y reverencia.

Eristeia se acercó, conteniendo la emoción.
—¿Está vivo?

—No aún —dijo la bruja—. Pero lo estará.
El hijo del sueño… el primero y el último.

Por primera vez, la Harpía sintió algo parecido al temblor de un corazón.
No por amor, sino por poder.

—Hazlo crecer —ordenó—.
Cuando despierte, ni siquiera Morfeo sabrá que su destino ha cambiado.

El reloj del laboratorio marcaba las tres de la mañana.
En el Reino del Sueño, Morfeo abrió los ojos sobresaltado, sin saber por qué.
Por un instante, su manto titiló, como si alguien hubiera robado una hebra del tejido del mundo.




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