En el límite donde terminan las pesadillas y comienza el sueño profundo, un portal se abrió.
Las nubes se separaron como cortinas de seda y una figura descendió envuelta en plumas negras.
Era Eristeia, la Harpía de la Penumbra.
En sus brazos llevaba a un niño de dos años, de ojos tan azules que parecían hechos de cielo líquido.
El Reino del Sueño se estremeció al verla llegar.
Ninguna criatura había cruzado esa frontera sin permiso en siglos.
Los Oniros, hermanos de Morfeo, emergieron de la niebla.
—¿Qué has hecho, Harpía? —preguntó Fobetor, con su voz grave y fría—.
Traes un mortal a nuestra tierra.
—No es un mortal —respondió ella, alzando al niño—.
Es vuestra sangre.
Morfeo apareció entre las sombras, majestuoso y distante.
Su túnica oscilaba como una tormenta dormida.
Sus ojos, de un azul profundo, se detuvieron en el pequeño.
Algo en su interior se agitó… un eco, una punzada, un recuerdo sin forma.
—¿Qué es esto? —preguntó.
Eristeia bajó la cabeza, modulando su voz con el tono de quien ofrece devoción y sacrificio.
—Tu hijo, mi señor.
El silencio se volvió denso.
Hasta los sueños dejaron de moverse.
—Mi… hijo.
Morfeo repitió la palabra como si fuera ajena.
—Fui obligada a ocultarlo —continuó Eristeia, dejando que una lágrima (falsa) surcara su mejilla—.
Las fuerzas del miedo querían destruirlo. Sabían que tu descendencia podía alterar el equilibrio.
Lo protegí con mi propia vida. Lo alimenté entre las sombras, esperé el día en que pudiera presentártelo.
El niño miraba a Morfeo con la inocencia de quien no teme a los dioses.
Extendió una mano diminuta, tocó su rostro.
Y entonces el dios sintió algo romperse dentro de sí: una grieta luminosa.
Por un instante, imágenes fugaces cruzaron su mente: una mujer dormida, una cuna de luz, un llanto apagado.
Pero todo se desvaneció antes de poder tomar forma.
Eristeia vio el desconcierto en su mirada y sonrió para sí.
—Él te pertenece, señor de los sueños.
Déjame cuidar de ambos.
Morfeo miró al niño una vez más.
La esencia de su poder corría por aquellas venas.
Su existencia era un imposible… y sin embargo, ahí estaba.
Una vida nacida entre el sueño y la vigilia.
Su creación más perfecta.
—Que así sea —dijo finalmente, con voz solemne—.
Reconozco a este niño como mío.
Y a ti, Eristeia, te nombro mi reina.
Los Oniros se inclinaron, aunque la desconfianza les pesaba en los ojos.
La bruma del Reino se volvió más espesa, el aire más oscuro.
Eristeia se arrodilló, fingiendo humildad.
Pero dentro de su pecho, el poder latía como un corazón nuevo.
Había logrado lo impensable:
engañar al dios del sueño,
engendrar un heredero
y sentarse en el trono a su lado.
Esa noche, mientras el Reino celebraba, Morfeo se retiró a su santuario.
El niño dormía en su regazo.
Sus pequeñas manos se aferraban a su túnica, como si lo conociera desde siempre.
Morfeo lo observó largo rato, intentando descifrar la nostalgia que lo ahogaba.
—Tu nombre será Aiden, el que nació del viento y del sueño.
El niño sonrió dormido.
Pero en el corazón de Morfeo, el vacío seguía ardiendo.
No sabía por qué, ni por quién.
Solo sabía que cada vez que cerraba los ojos,
soñaba con una mujer que lloraba en una habitación blanca,
repitiendo el nombre de una hija que nunca existió.
Mientras tanto, en la vigilia, Evelyn despertó esa misma noche.
Lloró sin razón, como si un hilo invisible la hubiese tirado del alma.
No sabía que en ese instante, el hijo que creía muerto dormía en los brazos del dios que lo había olvidado.