Oniros. Amor entre dos mundos

Capítulo 9 – El niño de los ojos imposibles

Evelyn ya no recordaba la última vez que había dormido sin despertar con lágrimas en los ojos. Desde aquella noche —la noche en que le dijeron que su bebé había nacido sin vida—, el sueño había sido su único refugio y su condena.

En el mundo de la vigilia, sobrevivía. Sonreía por inercia, comía porque debía hacerlo, caminaba entre la gente como un fantasma que finge estar vivo. Pero cuando el cansancio la vencía y se rendía al sueño, algo la llamaba desde la penumbra.

La primera vez lo escuchó antes de verlo: una risa de niño, tan pura que dolía. Luego, los ojos. Dos destellos plateados, como fragmentos de luna atrapados en una mirada.
—Hola, mamá.
Evelyn se estremeció. No había miedo, solo una ternura indescriptible que la atravesó el pecho. En sus sueños, no recordaba haber perdido nada. No recordaba haber llorado. Solo sentía amor.

El niño se acercaba siempre del mismo modo: descalzo, con el cabello oscuro despeinado y esa sonrisa traviesa que parecía conocerla desde siempre. Nunca le decía su nombre. Nunca mencionaba el suyo. Pero la llamaba mamá con una certeza tan serena que ella no podía negarlo.

—Tienes las manos frías —le decía él, y las tomaba entre las suyas, cálidas, infinitamente reales.

Cada encuentro duraba lo que un suspiro. Al despertar, Evelyn quedaba con el corazón acelerado, con la piel erizada y una paz que no entendía. Era un sueño, se repetía. Solo un sueño.
Pero cada noche regresaba, y el niño también.

Y aunque los detalles variaban —un campo cubierto de flores azules, un río que brillaba como mercurio, una luna que se partía en dos—, los ojos dorados eran siempre los mismos.
Le contaba cosas sin sentido, palabras que parecían flotar entre dos mundos. Hablaba de sombras que lo querían atrapar, de un lugar donde el tiempo no se movía y de una mujer con alas negras que decía ser su madre.

Evelyn no entendía nada, pero cuando el niño la abrazaba, su alma se aquietaba.
A veces despertaba con lágrimas, convencida de que su hija muerta le hablaba desde el más allá.
Otras, con una sonrisa, porque juraría que aquel niño —aquel ser que la visitaba en sueños— era tan real como el aire que respiraba.

Y mientras tanto, allá, en el reino de Morfeo, la Harpía empezaba a notar que el hechizo se debilitaba. El niño —mitad dios, mitad humano— respondía al llamado de algo más fuerte que cualquier conjuro: el lazo con su verdadera madre.




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