El viento no soplaba. El cielo, si es que podía llamarse cielo, era una extensión líquida de luces que respiraban. Evelyn se despertó allí, de pie, sin entender cómo había llegado.
Todo estaba hecho de niebla, de pensamientos, de cosas que no existían… y sin embargo, eran.
A unos pasos, un niño la miraba con los mismos ojos plateados de sus sueños.
—Te encontré —dijo él con voz temblorosa.
Evelyn sintió el pecho apretarse. Quiso hablar, pero las palabras se disolvieron como humo. Lo abrazó.
Y fue entonces cuando todo el reino tembló.
Las torres de cristal del dominio de Morfeo se estremecieron, los oniros dejaron caer sus cálices y el anciano guardián —el más antiguo entre los eternos— abrió sus ojos milenarios.
Una humana… una humana estaba allí, en el corazón del sueño, de pie, viva.
Morfeo apareció en un instante, emergiendo de la sombra y la luz. Su mirada era tormenta.
—¿Qué es esto? —murmuró—. ¿Cómo cruzó una mortal el velo sin ser llamada?
El niño se escondió tras Evelyn, asustado.
—Yo solo… quería verla despierta —dijo.
El silencio fue absoluto.
Ni siquiera los hilos del destino podían explicar lo que había ocurrido.
Morfeo se inclinó, tomó al niño de los hombros y buscó en sus ojos la verdad.
—¿Cómo lo hiciste? —preguntó con un tono que era súplica y miedo.
El niño negó con la cabeza, confundido.
—No lo sé, padre. Soñé… y ella estaba allí. Y cuando desperté, ella también.
El anciano guía —una sombra envuelta en pergaminos de tiempo— se adelantó.
—Esto no está escrito —susurró—. Ninguna de las Tres lo vio venir. El hijo de Morfeo ha quebrado las leyes del sueño.
Evelyn, ajena a la magnitud de lo que pasaba, observaba los rostros imposibles, las formas que se deshacían a su alrededor. Todo le resultaba extraño, pero familiar.
Cuando el niño empezó a perder el control —las luces estallando, los sueños deformándose, los oniros cayendo de rodillas—, ella lo tomó de la mano y susurró:
—Tranquilo, mi amor… respira conmigo.
Y el caos se detuvo.
Morfeo lo vio. Todos lo vieron.
Ningún conjuro, ningún guardián, ningún ser eterno había logrado lo que aquella humana consiguió con un simple toque.
El anciano se volvió hacia el dios del sueño.
—Debe entrenarse, o destruirá lo que eres —dijo, y su voz sonó como un eco de eras pasadas—. Y ella debe quedarse. Su presencia lo equilibra.
Evelyn no recordaba sus sueños. Tampoco el motivo por el que aquel niño la necesitaba tanto. Solo sabía que debía estar allí.
Y así, bajo la guía del anciano, comenzó el entrenamiento del pequeño heredero de Morfeo: un niño nacido entre dos mundos, cuya existencia desafiaba incluso al destino.