Oniros. Amor entre dos mundos

Capítulo 13 – Los suspiros del sueño

Desde aquella noche, el cuarto invisible dejó de ser un secreto.
No porque alguien lo descubriera, sino porque el propio reino comenzó a hablar de él: los ecos de su calma se extendían por todos los dominios del sueño. Las pesadillas perdían fuerza. Los niños dormían sin temor. Los dioses menores murmuraban que Morfeo volvía a sonreír.

Evelyn no entendía lo que ocurría.
Cada vez que el dios aparecía, el aire se volvía más denso, más cálido. Él decía poco —las palabras eran inútiles cuando la miraba—, pero se quedaba allí, sentado junto a ella, observando cómo sus dedos jugaban con los hilos de luz que flotaban en el aire.

—¿Por qué vienes? —preguntó una vez.
Morfeo guardó silencio.
—Porque aquí el sueño me pertenece menos —respondió al fin—. Y eso… me tranquiliza.

Ella rió, con esa risa suave que parecía acariciar el alma.
—Entonces quédate —susurró.

Y se quedó.

No eran amantes, ni desconocidos. Eran algo entre ambos.
A veces, él la abrazaba solo para escuchar su respiración.
A veces, ella le contaba historias del mundo de la vigilia: del café, de la lluvia, de la sensación del frío sobre la piel.
Morfeo la escuchaba con fascinación, como si cada palabra fuera un conjuro que traía color a su eternidad.

Hubo noches en las que ella despertó llorando sin saber por qué.
En sueños veía un niño con ojos azules llamándola “mamá”, pero al abrir los ojos, solo encontraba a Morfeo acariciándole el rostro.
—Tranquila —decía él, con la voz baja, profunda—. No hay nada que temer.
—Lo sé —respondía Evelyn—, pero siento que olvidé algo importante.
Él la besaba en la frente, sin saber que también había olvidado lo mismo.

El reino florecía.
Las pesadillas huían a los rincones más oscuros, temiendo la serenidad que brotaba del dios y la humana.
El anciano guía lo observaba desde lejos, comprendiendo lo que los demás no:
el sueño estaba sanando.

Sin embargo, cada amanecer, cuando Morfeo regresaba a su trono, una inquietud lo seguía.
Había algo en ella que lo desarmaba, algo que lo hacía sentir humano, vulnerable… y feliz.
Y aunque no recordaba su rostro de antes, en el fondo de su ser, sabía que esa mujer era la razón por la que los sueños habían vuelto a ser hermosos.

Evelyn, por su parte, despertaba cada vez con la sensación de haber amado en sueños.
Nunca recordaba su rostro, pero sí sus ojos, eternos y oscuros, mirándola con devoción.

Y así, noche tras noche, dos almas que se habían perdido se reencontraban sin saberlo, tejiendo sin memoria la historia más antigua del mundo:
la del amor que ni los dioses pueden olvidar.




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