SAMANTHA
A mis veinticinco años mi vida era casi perfecta, vivía cómodamente en un pequeño apartamento en el centro de la ciudad, heredado por mi abuela, trabajaba en una excelente empresa como asistente y mano derecha del ceo, quien era un hombre relativamente joven y muy apuesto, y me encontraba finalizando mis estudios en administración.
Mi familia se encontraba lejos, a varias horas de distancia, ellos fueron los que más me insistieron en mudarme a la gran ciudad para estudiar, mientras tanto, ellos trabajaban fuertemente en sus cultivos, y su mercado continuaba creciendo día a día, alcanzando pueblos y ciudades pequeñas aledañas. No tenían mucho dinero, pero sí lo suficiente para vivir bien.
Lo único que me faltaba para conseguir una vida realmente perfecta, era lograr que me fuera bien en el amor, pero al parecer tenía una maldición encima, cada que intentaba empezar algo nuevo, las cosas se ponían extrañas y terminaba sola de nuevo.
—¿Otra vez perdida en sus pensamientos señorita Hobbs? —di un salto en mi lugar al escuchar la voz de mi jefe tan cerca.
—Señor Hamilton, no lo vi llegar. —salude nerviosa.
—Es obvio que no me vio, llevo cinco minutos frente a su escritorio y sus ojos no han dejado el chocolate que tenía en la mano. —mire mis manos en búsqueda del chocolate que mencionaba.
—¿Dónde está? —Susurre buscando sobre la mesa, ignorando nuevamente a mi flamante y apuesto jefe.
—Yo me lo comí. —pegue un grito al escuchar una voz dulce y aniñada a mi lado, —Hola Sammy.
—Valentina, qué gusto verte.
—Tienes cara de loca en este momento. —se burló señalando mi rostro.
—Señorita, Valentina estará hoy con nosotros, esté pendiente de ella mientras mi hermana vuelve de su reunión, no deje que se escape como la última vez, y manténgase en este mundo, por favor.
—Si, señor Hamilton.
—Mi agenda. ¡Para ya! —exclamó con tono molesto.
Rápidamente me puse de pie de mi lugar, acomodé un poco para que Valentina se quedara en mi puesto y luego de ponerle la serie que quería mirar y mi computadora, me adentre a la oficina de mi amargado jefe, con agenda en mano.
Me quedé embobada mirándolo por algunos segundos, se veía tan apuesto, traía un traje azul petróleo con una camisa tan blanca como la nieve, que hacía un perfecto contraste con su piel bronceada. Los músculos de sus brazos se marcaban bajo el traje, al igual que sus bien definidos pectorales, el sueño de muchas mujeres, incluida, pero su actitud de mierda arruinaba todo lo bello de ese hombre en el momento que abría su fría y amargada boca.
—Señor, para hoy tenemos… —levantó su mano interrumpiendo mis palabras.
—No tenemos, tengo, tu, tienes que cuidar a mi sobrina mientras Valerie llega.
—Pero señor, debo estar presente en la reunión.
—¿Cree que no puedo ir solo a una reunión? —negué con la cabeza.
—De poder ir solo, puede. Creo que no tomara las mismas anotaciones que yo tomo, y que cuando me pida el informe, entregaré un informe a medias.
—Más vale que no sea así, no me importa cómo, su informe tiene que ser tan impecable como siempre. —sentenció con dureza.
—Pues tengo que ir a la reunión. En resumidas cuentas, yo tengo que estar donde usted está, como si fuera su sombra. —exprese de forma obvia.
—Mira que hacer con la niña, entonces —gruñó enojado.
—La podemos llevar. —sugerí nerviosa, no me agradaba dejar a la niña, pero tampoco de llevarla. Las pocas veces que la cuidé antes de ese día, pude notar que la pequeña era de todo menos un pan de Dios.
Una pequeña experta en escabullirse y meterse en problemas, parecía una extraña combinación de la novia de Chucky y Anabelle. Contando además con los sustos que me daba o las bromitas que intentaba jugarme siempre.
—Ni de chiste, la respuesta es no. No llevaré esa cosa a ningún lado.
—Niña, señor Hamilton, a la niña. ¿A qué hora vuelve la señora Hamilton?
—No lo sé, solo llego a la casa y me dejo su paquete, como si yo tuviera una jodida guardería. —Solté el aire bruscamente. —¿Qué más hay aparte de la reunión?
—Junta con los de contabilidad, en la cuál debo estar presente también, un recorrido por la planta principal, y debe ir al almuerzo con la gente de la constructora para hablar de la nueva sede. —se frotó el puente de la nariz un par de veces.
—No me diga, también tiene que estar presente.
—Si quiere los informes tan impecables como siempre, si.
—Maldición Hobbs, ¿Sabes por qué no tengo hijos?
—Porque nadie se lo aguanta —murmure lo más bajo posible.
—¿Qué?
—Que no sé señor, Por qué razón un hombre tan distinguido, amable y elocuente, con excelente gusto por la música de anciano, y un espléndido sentido del humor no tiene hijos, es raro. —solté sarcástica.
—Que graciosa, no tengo hijos porque me impiden concentrarme en el trabajo.
—Esa era mi otra opción de respuesta. —me fulmino negando con la cabeza.