_“No todas las noches terminan con un anillo. Algunas terminan con una espina.”_
Seis años atrás.
El baño del restaurante era tan elegante que parecía diseñado para una película de época con presupuesto millonario. Mármol blanco con vetas doradas cubría las paredes, y las luces cálidas, empotradas en molduras de cristal, bañaban el espacio con un resplandor suave, casi cinematográfico. El aire olía a rosas y madera pulida, y cada detalle —desde los grifos de bronce hasta las toallas bordadas— gritaba lujo sin esfuerzo.
Me observé en el espejo por enésima vez, como si pudiera descifrar el futuro en mi reflejo. Mi cabello negro, recién peinado en bucles suaves que apenas rozaban mis hombros, se mantenía milagrosamente intacto, a pesar de la humedad neoyorquina que amenazaba con sabotearlo. Maya, mi mejor amiga, se había superado esta vez. Mis ojos verdes esmeralda, grandes y expresivos, me devolvían la mirada con una intensidad que siempre me había incomodado “ojos de muñeca”, decían. Como si eso fuera un cumplido, como si no me hicieran sentir expuesta, vulnerable, demasiado fácil de leer.
Mis labios, rellenos y definidos, brillaban con una nueva capa de gloss coral, justo el tono que Maya juró que haría juego con mi vestido. Y tenía razón. El vestido —un diseño de seda azul profundo con escote corazón y espalda descubierta— abrazaba mi figura con precisión y elegancia. El color resaltaba mis ojos, contrastaba con mi piel clara y parecía hecho para este lugar. Para esta noche. Para este momento.
Sonreí. No por vanidad, sino por satisfacción, por la certeza de que todo estaba en su sitio. Que esta noche sería la noche. Graham me lo había dicho: “Necesito hablar contigo”. Y yo sabía lo que eso significaba. Lo sentía en la forma en que me miraba últimamente. En cómo había elegido este restaurante con vista al río y en cómo había reservado la mejor mesa.
—Y ya deja de aplicarte tanto labial —me interrumpió mi madre desde el teléfono que aún sostenía contra mi oreja—. Te intoxicarás mientras comes.
—¿Cómo sabes si realmente estoy repasando mi labial? —intenté sonar inocente, pero mi risa me delató.
—Porque soy tu madre y conozco lo perfeccionista que puedes llegar a ser cuando se trata de Graham —suspiró, y juro que pude oler el caramelo de menta con chocolate que siempre tenía cerca—. Ahora, ¿estás segura de que hoy es la noche?
—¡Claro! —exclamé, demasiado entusiasmada—. Me dijo que quería hablar de algo importante conmigo.
—Eso no significa que vaya a proponerte matrimonio —intentó sonar amable, pero el miedo se filtró en su voz como una grieta en el cristal.
—¿Qué más podría ser? Llevamos cinco años juntos, y hoy cumplo veinticuatro. ¿Qué día puede ser más especial que este?
—Lo sé, cariño. Solo… no quiero que te decepciones si no es eso lo que Graham quiere decir.
—¿Por qué? ¿A caso sabes algo? —pregunté, de pronto nerviosa.
—Por supuesto que no. Si supiera que ese idiota va a lastimar a mi niña, ya estaría en pleno vuelo.
—No puedes llegar tan rápido desde Illinois, mamá —aunque más de una vez deseé que fuera así de fácil.
—Lo sé. Pero no me detendrían.
—Entonces, ¿por qué te preocupas?
—Llámalo intuición materna, Eve. Jamás te permitas derramar lágrimas por un bastardo. Si alguna vez lloras, que sea de felicidad.
Su voz se quebró, y sentí el nudo en su garganta como si fuera mío. Quise abrazarla, quise que estuviera aquí.
—Jamás. Lo prometo. Ahora debo irme, seguro Graham está por llegar.
—Claro, mi niña. Realmente espero que esta noche salga como esperas. Feliz cumpleaños, cariño.
—Gracias, mamá. Te amo.
—Y yo a ti.
Colgué y respiré hondo. Me di una última mirada en el espejo. La mujer que me devolvía la mirada parecía segura, decidida, lista. Sonreí con orgullo y salí del baño.
El restaurante era un susurro de lujo. Techos altos, cortinas de terciopelo, mesas vestidas con manteles de lino y copas que brillaban como joyas bajo las lámparas colgantes. El murmullo de conversaciones elegantes flotaba en el aire, mezclado con el aroma de trufas, vino tinto y promesas.
Caminé hacia mi mesa, la reservada con la mejor vista al río. Cada paso resonaba en el suelo de madera pulida como una declaración. Esta era mi noche, este era mi momento. Y Graham… Graham estaba por llegar.
Desde mi asiento, con la vista al río y el murmullo elegante del restaurante envolviéndome como una sinfonía discreta, sentía que el corazón me latía en la garganta. La copa de agua frente a mí estaba intacta, no quería arruinar el maquillaje. No quería parecer ansiosa, pero lo estaba. Lo estaba tanto que cada paso que se acercaba me parecía suyo.
Y entonces lo vi.
Graham.
Sus ojos castaños, cálidos y profundos, se clavaron en los míos como si el tiempo no hubiera pasado. Sonreí, sin poder evitarlo. Esa sonrisa que solo él podía arrancarme, incluso antes de decir una palabra. Él me devolvió la sonrisa, pero algo en su expresión me hizo frenar el impulso de levantarme. Sus hombros estaban tensos, como si llevara el peso de algo que aún no quería soltar.
—Hola, Evelyn —dijo con voz suave y se inclinó para besarme la mejilla. Un roce breve, casto, casi protocolar. Como si no quisiera despertar algo que ya no debía existir.
Se sentó frente a mí, y por un segundo el silencio entre nosotros fue más elocuente que cualquier saludo.
—Feliz cumpleaños —añadió, sacando de su abrigo un pequeño ramo con dos rosas: una amarilla y otra de un rosa pálido, casi etéreo.
—Son preciosas —susurré, tocándolas con cuidado. Pero al envolver mis dedos alrededor de los tallos, una espina se clavó en mi piel. Un pinchazo agudo, inesperado.
—Mierda —murmuró Graham, inclinándose de inmediato. Tomó una servilleta de lino de la mesa y envolvió mi dedo con una delicadeza que me desarmó.
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Editado: 23.09.2025