Organizando la boda de mi ex, y un caos Gourmet.

Capitulo 3.

_ “Algunas noches no se planean. Se sienten. Como un vestido que vuelve a quedarte bien.” _

Para el final del día estaba agotada. No físicamente. Era ese tipo de cansancio que se instala en el pecho, como si el corazón hubiera corrido una maratón sin moverse del lugar. Y sin embargo, había una chispa de alegría, una alegría extraña y frágil. Como si la felicidad ajena me prestara un poco de luz.

Sin darme cuenta, tenía la tableta en las manos. Por décima vez —¿o era la undécima?— estaba mirando las fotos de la luna de miel de Kate y Steven, la pareja perfecta. La última boda que habíamos organizado. Ella con su vestido de lino blanco, él con esa sonrisa que parecía hecha solo para ella, y brillaban. No por el sol de Santorini, sino por algo más profundo. Algo que yo solía creer que era posible.

Me alegré por ellos. De verdad. Pero en el fondo, muy en el fondo, los envidiaba y no por el destino al que habían ido. Era por esa forma en que se miraban como si no existiera nada más. Yo llevaba años organizando bodas, diseñando finales felices para otros. Pero desde lo de Graham, no había vuelto a intentar escribir el mío.

—Deberías dejar de ser tan necia y por una vez en tu vida escucharme —dijo Maya, apoyada en el marco de la puerta como si fuera mi conciencia con piernas.

Levanté la vista. Su expresión era la mezcla perfecta entre ternura y fastidio.

—Deberías ir a una cita a ciegas.

—Sabes que no puedo —suspiré, dejando la tableta sobre el escritorio como si pesara demasiado.

—¿No puedes, o no quieres? —cruzó los brazos sobre su cintura. Ese gesto era el que usaba cuando estaba a punto de darme una lección.

—No me digas que es por Sinclair. ¿Es que aún no lo superas?

La miré con algo de decepción. Que siquiera lo pensara me dolía más de lo que debería.

—No digas eso, Maya. Sabes que él ya no forma parte de mi vida hace mucho tiempo.

Pero su mirada decía lo contrario. Y eso me irritó. No porque tuviera razón. Sino porque me conocía demasiado bien.

Decidí que ya había tenido suficiente por hoy. Guardé el móvil en el bolso, me levanté y caminé hasta quedar frente a ella.

—Bien. Te diré lo que voy a hacer —dije, con tono firme.

Ella arqueó las cejas, curiosa.

—Voy a ir a un bar y beberé unas copas. Las suficientes como para olvidar que esta conversación siquiera existió.

—Pero si beber sola es lo que haces a diario. En tu casa —respondió, con un suspiro que parecía arrastrar años de paciencia.

—Sí. Pero esta noche lo haré en público. Quién sabe… quizá conozca a alguien interesante.

Eso sí le cambió el rostro. Su expresión se iluminó como si acabara de ganar una apuesta que no sabía que estaba haciendo.

—¡Es verdad! Tienes mucha razón. ¿Qué mejor lugar para conocer gente que en la barra de un bar?

No supe si lo decía en serio o si me tomaba el pelo. Pero no importaba. Ya había tomado la decisión.

—Bien. Te veo mañana. No olvides cerrar al salir.

Me despedí con la mano, sin volverme a mirar su expresión. No quería ver si estaba orgullosa o preocupada. No quería ver si me entendía o si me juzgaba.

Solo quería salir. Respirar. Y por una noche, dejar de ser la organizadora de los sueños ajenos.

Al salir del local la noche había caído sobre Flatiron con esa mezcla de sofisticación y melancolía que solo Nueva York sabe ofrecer. Las luces de los escaparates titilaban como joyas en movimiento, y el aire tenía ese aroma a concreto húmedo, perfume caro y promesas que no siempre se cumplen.

Caminé hacia el estacionamiento con pasos lentos, como si mi cuerpo necesitara tiempo para decidir si realmente quería salir. Mi auto me esperaba en su rincón habitual: un Mini Cooper negro, discreto pero elegante, con detalles en cromo y tapizado en cuero beige. No era ostentoso, pero tenía carácter. Como yo, cuando no estoy en modo guerra.

Me subí, encendí el motor, y dejé que la ciudad me guiara.

Mientras manejaba, las calles se desplegaban como una pasarela de luces y sombras. Parejas caminaban tomadas de la mano, ejecutivos salían de oficinas con el cansancio en la espalda, y grupos de amigas reían en las esquinas como si el mundo fuera suyo. Yo observaba todo desde mi burbuja de cristal y volante, preguntándome si Maya tenía razón.

¿Una cita a ciegas?

¿Después de todo lo que pasó con Graham?

¿Después de construir muros tan altos que ni yo misma sé cómo bajarlos?

Pero algo en mí se movía, ese sentimiento era de curiosidad. O quizás, el deseo de dejar de mirar fotos ajenas para empezar a escribir algo propio.

Doblé en una calle tranquila, bordeada de árboles y faroles antiguos, y encontré lo que buscaba: un restaurante con fachada de ladrillo visto, cortinas de lino y música suave escapando por las ventanas. El cartel decía “Lirio”, en letras doradas sobre fondo azul oscuro. No era ruidoso. No era pretencioso. Era justo lo que necesitaba.

Entré y lo primero que noté fue que el ambiente era cálido, con mesas de madera clara, velas encendidas y arreglos florales discretos. La barra estaba al fondo, iluminada por lámparas colgantes de vidrio esmerilado. Me acerqué y elegí una butaca de cuero verde oliva, alta, cómoda, con respaldo curvo. Me senté, cruzando las piernas con naturalidad, como si el lugar me conociera.

El barman se acercó. Era joven, con barba bien recortada, camisa negra y mirada amable.

—Buenas noches. ¿Qué te sirvo?

Lo miré y sonreí de inmediato, como si fuera parte del protocolo. Y decidí que esta noche no sería de vino ni de nostalgia.

—Un French 75, por favor —dije, con voz firme pero suave.

Él asintió, como si aprobara mi elección.

Mientras lo preparaba, observé el reflejo de las botellas en el espejo detrás de la barra. Y por primera vez en mucho tiempo, me permití pensar que quizás… solo quizás… Maya no estaba tan equivocada.




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