_ “Algunas noches te enseñan que el peligro no siempre grita… a veces susurra justo cuando más lo necesitas.” _
Sentada en la barra, con el cuarto cóctel en la mano, mi mente ya no caminaba, flotaba sobre una nube rosa, con ribetes dorados y cero sentido común. Ese se había evaporado dos tragos atrás, junto con mi capacidad de fingir que no me afectaba ver a otros enamorados mientras yo seguía organizando bodas ajenas, pero jamás la mía.
El granito pulido de la barra brillaba bajo las luces colgantes como si supiera que estaba siendo admirado. Yo trazaba círculos con la base del vaso, hipnotizada por el reflejo, cuando lo sentí.
Un movimiento, un perfume masculino, y luego, una voz.
—¿Día difícil?
La pregunta vino de la nada. Como una nota en una canción que no esperaba.
Tardé en reaccionar. Por un momento pensé que no era a mí, pero cuando levanté la mirada, sus ojos estaban clavados en mi rostro. No era un hombre feo, pero tampoco era el tipo que te hace girar la cabeza en la calle. Tenía algo. No sé si era la forma en que se sentaba, como si el mundo no le pesara, o la manera en que me miraba, como si ya supiera que yo no estaba aquí por casualidad.
No era mi tipo, al menos no a la vista. Pero la vista ya me había fallado antes. Así que decidí darle una oportunidad a la voz y conocer su personalidad.
—Como cada uno de la semana —respondí, con una sonrisa que intentaba parecer sobria.
O al menos eso creí decir. Porque ya empezaba a notar que las palabras salían con un arrastre suave, como si estuvieran bailando en mi lengua sin pedir permiso. Cortesía del alcohol circulando libremente por mi sistema.
Él sonrió, no con burla. Era con algo parecido a comprensión.
—Entonces estás aquí para olvidar, o para recordar con menos dolor.
—¿Y tú? —pregunté, girando apenas el rostro hacia él.
—Yo estoy aquí porque el whisky no hace preguntas. Y porque a veces, las mejores conversaciones empiezan con gente que no esperabas conocer.
Me reí. No por la frase, sino por la ironía. Porque Maya estaría encantada de saber que su plan de “sal y conoce a alguien” había dado frutos en menos de una hora.
—¿Y qué haces cuando la conversación empieza con alguien que no esperabas tolerar?
—Le pido otro trago. Y espero que no se vaya antes de que me caiga bien.
Me giré por completo hacia él y lo observé. Tenía ojos castaños, tranquilos. Una camisa azul marino, sin pretensiones. Y una voz que sabía cómo llenar los silencios sin invadirlos.
—Entonces será mejor que pidas ese trago —dije, alzando mi copa—. Porque aún no he decidido si me vas a caer bien.
Él llamó al barman con un gesto sutil. Y mientras pedía, yo me pregunté si esta noche iba a terminar como todas las demás… o si, por una vez, iba a dejar que alguien me sorprendiera.
Una hora más tarde, apenas lograba mantener los ojos abiertos. Ya ni hablemos de seguir el hilo de una conversación. Ese hilo se había roto, enredado y quemado unos veinte minutos atrás, cuando Samuel —como dijo que se llamaba, al menos diez veces, como si repitiéndolo lograra que me importara— empezó a hablar de su “experiencia con mujeres difíciles”. Afortunadamente no le había dicho mi nombre. No por olvido, por decisión. Y ahora me alegraba de no haberlo hecho.
—Las mujeres como tú —dijo, con una sonrisa que pretendía ser encantadora pero solo lograba parecer condescendiente— siempre creen que tienen el control. Pero al final, todas terminan buscando a alguien que les diga qué hacer.
Yo seguía trazando círculos sobre el granito frío de la barra, esperando que el alcohol hiciera su trabajo y me anestesiara del todo. Pero no. Las palabras de Samuel se colaban como agujas en mi oído. Siempre creí en la teoría de que el alcohol sacaba a relucir la verdadera personalidad de las personas, y ahora podía confirmarlo. Este cretino, por ejemplo, se había comportado amable y casi encantador al principio, cuando aún estaba sobrio. Ahora entendía por qué el whisky era su único compañero.
Llevaba la última media hora ignorándolo. Fingiendo interés en el diseño de la lámpara sobre la barra, en el patrón de mis uñas, en el movimiento del hielo en mi copa. Esperando que se aburriera. Que entendiera la indirecta. Que se levantara y se fuera.
Pero no, Samuel persistía. Como un mosquito en verano: insistente e inoportuno. Y ahora, además, ofensivo.
—Y tú —añadió, inclinándose hacia mí con una mirada que pretendía ser seductora— tienes esa energía de mujer que necesita que la bajen un poco de su pedestal.
Ahí fue cuando decidí que ya había tenido suficiente.
Me deslicé fuera de la butaca, tomé mi bolso con elegancia y me giré para irme. Pero antes de dar el primer paso, sentí su mano rodeando mi brazo.
—Ey, ey… no tienes que irte aún —dijo, con una risa que me heló la espalda—. Nos estamos divirtiendo.
Las alarmas se encendieron en mi cabeza. El alcohol intentaba mantenerme en la nube rosa, pero mis pensamientos empezaban a abrirse paso como soldados en medio de la niebla. Mi cuerpo se tensó y mii pulso se aceleró. Y mi instinto, ese que había aprendido a escuchar después de Graham, gritaba.
—Suéltame —dije, con voz firme y clara. Sin espacio para malentendidos.
Samuel ladeó los labios en una sonrisa que ya no era amistosa. Era posesiva, incómoda y equivocada.
—Vamos, no seas así. Solo estamos hablando…
Pero no era solo eso. Era el tono. La mano. La risa. Era la forma en que me miraba como si tuviera derecho a mi tiempo, a mi cuerpo, a mi decisión.
Y entonces, como si el universo decidiera que ya era suficiente, lo sentí.
Una presencia detrás de mí. Firme y silenciosa, pero poderosa.
Una mano se posó sobre el hombro de Samuel. No con violencia, pero si con autoridad.
—La dama dijo que la suelte.
La voz era grave y serena. Pero con una intensidad que cortó el aire como una hoja afilada.
#1304 en Novela romántica
#394 en Novela contemporánea
celos amor odio y amistad, romance desamor dolor drama reencuentro, boda viral
Editado: 10.10.2025