Organizando la boda de mi ex, y un caos Gourmet.

Capitulo 5.

_ “No sabía si quería que me abrazara o que desapareciera… pero cuando más lo necesité, él eligió quedarse.” _

Dos hombres vestidos enteramente de negro —camisetas de algodón ajustadas bajo trajes que no dejaban lugar a dudas sobre su función— entraron al local con paso firme. No miraron a nadie y no preguntaron nada. Simplemente se dirigieron al cuerpo de Samuel, aún inconsciente en el suelo, y lo levantaron como si fuera una bolsa de errores que ya no merecía estar ahí.

Antes de que se giraran para llevarlo a la salida, el desconocido —el hombre que había sido la causa de que ahora Samuel tuviera que ser remolcado— les hizo un gesto con la cabeza y luego les habló.

—Quiero que recuerden el rostro de ese tipo —dijo, señalando a Samuel con una calma que helaba— porque no volverá a entrar aquí.

—Sí, señor —respondieron los dos guardias al unísono. Era increíble, pero esos dos vestían igual y se movían igual. Y por cómo lo miraban, lo reconocían como alguien que no se cuestiona.

Entonces él se volvió hacia el barman. Su mirada se deslizó hacia los vasos en los que habíamos estado bebiendo Samuel y yo. Su dedo los señaló con precisión.

—Asegúrate de que le llegue la cuenta a ese tipo —dijo, y luego giró el rostro hacia mí con una ligera inclinación de cabeza—. Y no me refiero solo a la de sus tragos. También de los que estaba bebiendo la señorita.

Mi cuerpo reaccionó antes que mi mente. Negué con la cabeza, como si eso pudiera deshacer la escena. Mi mano voló hacia la barra y cayó con ímpetu, haciendo que el sonido del golpe atrajera la atención de ambos.

—Nooop… yo… pagaré mi cuenta —dije, arrastrando las palabras como si cada sílaba tuviera que nadar a través del alcohol.

Ambos me miraron. El barman no dijo nada, pero el otro… el otro sonrió. Se pasó una mano por el mentón, como si estuviera eligiendo sus próximas palabras con el mismo cuidado con el que se elige una canción para cerrar una noche.

—Señorita, no es necesario que se haga cargo de esa cuenta —dijo, con voz baja pero firme—. Como le dije a Jack —señaló al muchacho detrás de la barra— sus bebidas corren por parte del idiota que acaban de escoltar amablemente a la salida.

Su tono no era condescendiente. Era protector, pero no paternal. Como si entendiera que yo no necesitaba que me cuidaran, pero que esta vez… no lo agradecía. Ni un poco.

Y mientras lo miraba, con esa chaqueta de cuero que parecía hecha para él, con esos ojos verde agua que no pedían permiso para entrar, supe que algo había cambiado.

No era solo la noche.

Era yo.

A pesar de las buenas intenciones de ese tipo, yo estaba molesta. No con él. No del todo. Mi enojo tenía nombre: Samuel, el idiota que había convertido mi noche en una caricatura de lo que debería haber sido. Pero como ya no estaba —ya que había sido “escoltado” por dos sombras vestidas de negro que lo arrastraron como si fuera un mueble roto—, mi rabia necesitaba otro blanco. Y el más cercano era el hombre que había intervenido. El que ahora insistía en que yo no debía pagar mi cuenta.

—Ya te dije que puedo pagar mis tragos —refunfuñé, con la voz más firme que el alcohol me permitía—. No necesito que nadie se haga cargo de mí. Ni de mi copa… mis copas—me retracte al recordar que habían sido mas de una—Ni de mi dignidad.

Él me miró con una ceja ligeramente arqueada. No dijo nada y solo esperó. Como si supiera que yo no había terminado. ¿Cuánta sabiduría se podía tener? Porque él estaba en lo cierto.

—Y además… no es justo. Yo los pedí, yo los bebí, yo los disfruté. Bueno, no todos. El último sabía a perfume barato, pero igual lo terminé. Así que sí, voy a pagar. Porque eso hacen las mujeres adultas y responsables e independientes. Que no necesitan que un tipo con chaqueta de cuero venga a hacerse el héroe.

Silencio.

Yo respiraba agitada. Como si acabara de correr una maratón emocional.

Y entonces, sin pensarlo, lo solté:

—Y ya deja de decirme “señorita”. Tengo un nombre.

Él sonrió, y a pesar de todo el alcohol, supe que no era con burla, sinno con algo más suave. Más peligroso.

—¿Y cuál es tu nombre? —preguntó, con voz baja, como si estuviera pidiéndome un secreto.

Lo mire, lo escaneé y lo desafié.

—¿Y yo cómo por qué te lo diría?

Y entonces lo hizo. Rio.

Una risa profunda, vibrante, con un timbre que parecía hecho para resonar en mi pecho. No era escandalosa, era íntima. Como si supiera que me estaba provocando. Y lo disfrutara.

Eso me irritó. Mucho.

Pero también me provocó otras cosas que no estaba lista para admitir. Así que, en lugar de responder, me crucé de brazos y fruncí los labios. Como una niña pequeña que no quiere compartir su juguete.

Él suspiró, pero no con fastidio, fue con paciencia. Como si ya me conociera.

—Te diré lo que vamos a hacer —dijo, inclinándose apenas hacia mí—. Yo te digo mi nombre. Tú me dices el tuyo. Y así no tendré que llamarte “señorita”, como tanto te molesta.

Se enderezó y me miró con esos ojos verde agua que no pedían permiso.

—Soy Rowan. Un placer.

Pausa.

—¿Y tú eres?

Y ahí estaba yo. Con los brazos cruzados. El corazón acelerado. Y la certeza de que esta noche no iba a terminar como las demás.

—Evelyn —dije a regañadientes, como si mi nombre fuera una confesión que él no merecía.

—Bonito nombre —respondió Rowan, con una sonrisa que parecía deslizarse por mi piel como terciopelo caliente.

Le habría contestado. Algo sarcástico, probablemente, pero en ese instante, una oleada de náuseas me golpeó como una ola traicionera. Mis pies ya no eran míos, caminaban sobre arenas movedizas. El mundo se inclinaba. O yo. No estaba segura.

—¿A alguien más se le está moviendo el mundo? —pregunté, y una risa histérica se escapó de mis labios sin permiso— Porque juro que el piso está haciendo piruetas.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.